El president Illa fue recibido con silbidos y gritos de independencia en el Tarraco Arena con motivo del concurso de castells. No es la primera vez que pasa. De hecho, en el pasado Corpus ya fue abroncado en la plaza de Sant Pere de Berga durante la Patum. Salvador Illa es el president del país, pero cuando pisa cualquier lugar donde las celebraciones se vertebran desde la cultura popular del país, parece que los lugares lo quieren escupir. Illa hizo campaña llenándose la boca con la idea de recoser Catalunya, pero hay una parte de Catalunya que ha entendido muy bien que recoser es dejarse asimilar. Y que el conflicto va más allá del procés o no procés, por mucho que los castellers bañaran al president en gritos de independencia. El problema de todo esto es que todavía no lo hemos entendido todos, que lo hemos entendido tarde, que quizás no lo hemos entendido lo suficiente y que los partidos independentistas, en cierta medida, se han aprovechado de que esto no se entienda.

Silbar al president Illa también es una forma de taparse las miserias y relamerse las heridas. Illa es president con una mayoría de votos y representa a una institución que, encabezada por quien sea, es el único poder que los catalanes tenemos disponible de verdad. Hay que aspirar a ella, pues, sin dejar de decir que es una herramienta pensada para hacer regionalismo. Y decir esto tiene que ser compatible con explicar que Salvador Illa, aun alcanzando el poder sin hacer trampas en primera persona, es del equipo que puede trucar —y ha trucado— el tablero de juego. Sabiéndolo, una sombra de sospecha se cierne sobre el president: Salvador Illa no tiene más remedio que acudir a los lugares que los inmateriales de la nación que representa ocupan, pero en estos lugares, todo el mundo sospecha que el president Illa es el president que preferiría que todo eso no existiera. Siendo cómplice y ejecutor de un españolismo que trabaja incesantemente para la homogeneidad bajo Castilla, y más allá de las preferencias personales del president, los castells, cualquier símbolo y cualquier tradición que dibuje la línea de la identidad y marque su diferencia, debe ser aceptada como poca cosa más que una eventualidad.

No hay procés, pero todavía hay catalanes que hablan catalán, que participan de su cultura popular, que se identifican con sus símbolos y que no quieren dejar de ser catalanes

Hay conflictos que ni todo el marketing del mundo, ni toda la connivencia de los partidos independentistas, ni todos los poderes políticos, económicos y judiciales pueden borrar de un día para el otro. No hay procés, pero todavía hay catalanes que hablan catalán, que participan de su cultura popular, que se identifican con sus símbolos y que no quieren dejar de ser catalanes. Para un president que querría gobernar este país como una comunidad autónoma más —aun siendo él catalán—, todo lo que nos es propio —y que el españolismo siempre ha querido reducir al folclore— es un obstáculo. La política catalana ha puesto arriba de todo de la única institución que nos otorga un verdadero poder a una personificación del autoodio. "Política catalana" es una forma de decir que también los que han preferido anclarse electoralmente a los líderes que lo han permitido son, como mínimo, cómplices. Salvador Illa no puede pisar las plazas del país, pero pisa cada día el Palau de la Generalitat. Y por mucho que los silbidos nos sirvan para relamernos las heridas, la situación no es casual.

El president a solas fracasará en recoser el país, sobre todo en cuanto al aspecto cultural, pero los líderes independentistas no pudieron —o no quisieron— descoserlo de España. A pesar de los inconvenientes que este tipo de limbo conflictual carga, también se entrevé una virtud: la crudeza de la realidad es tan obvia que resulta muy difícil negarla. Resulta muy difícil no ver por qué había que hacer la independencia cuando parece que algunos tuvieron el botón en frente y decidieron no apretarlo. Nunca como ahora ha habido tanta gente en este país con los motivos tan claros sobre por qué el españolismo nos niega hasta la última migaja de existencia. Nunca como ahora ha habido tanta gente consciente de que, dentro de España, la catalanidad comporta soportar odio étnico. El president Illa es el president que trabaja para la normalización de este odio dentro de Catalunya, por eso —por mucho que los partidos independentistas le hayan comprado a cambio de cuatro concesiones— no puede ir tranquilo a las plazas a vender su mercancía envenenada.