Cuando vayamos a votar, recordemos, en primer lugar, qué es lo que no estamos haciendo.
El referéndum no es una movilización popular. No es el equivalente a una cacerolada hecha con papeletas, ni a una manifestación en forma de colas fuera de colegios electorales cerrados, bellamente ordenadas para demostrar que en civismo no nos gana nadie, ni a una exhibición de músculo moral en defensa de un principio genérico de democracia. Por este motivo, solo hacerlo o hacer ver que lo hacemos no es equivalente a ganarlo. Eso ya lo hicimos el 9-N y en todas las manifestaciones, grandiosas y bonitas, de los últimos onces de septiembre. Ahora, sin embargo, tenemos que ir más allá.
El referéndum no es tampoco una moción de censura al gobierno de Rajoy. Los votos de confianza se ganan y se pierden en los parlamentos. Y, si la izquierda española ha sido incapaz de construir una alternativa a la derecha hispánica, no corresponde a los catalanes democratizar y airear España. La lógica de 1868, 1873, 1931 y del "si tú no vas, vienen ellos", que ha marcado los últimos doscientos años de la historia de España, con los catalanes como última defensa del liberalismo democrático, ha dejado de tener ningún sentido. Si el 'sí' gana, Rajoy caerá (junto con muchas otras cosas), pero eso será el resultado indirecto, no deseado, de los catalanes votando.
El referéndum es una cosa mucho más directa y sencilla, libre de todo el tacticismo que liga y religa la política de partidos y que ha contribuido a alargar el procés hasta el aburrimiento. Es la celebración de una consulta de autodeterminación con carácter vinculante: pidiendo a la ciudadanía si queremos constituir Catalunya como estado independiente, o no; y obligando a los representantes parlamentarios, de acuerdo con la Ley de Referéndum, a ejecutar el mandato directamente emitido por los votantes.
Si la consulta queda parcialmente afectada por la violencia y la censura del Estado español, su legitimidad tiene que ser entendida dentro de una historia política más amplia
Por eso, el referéndum nos lleva únicamente a dos escenarios: que gane el 'sí' o que gane el 'no'. (La idea, que he oído por boca de algunas personas, de que no se podrá contar el número de 'sís' y 'nos' es una absurdidad: incluso se podían contar cuando no teníamos a nuestro alcance las tecnologías de comunicación 2.0 que utilizamos todos ahora.) Si gana el 'no', la solución es celebrar elecciones autonómicas. Si gana el 'sí', el cumplimiento de la Ley del Referéndum obliga al Govern de Catalunya a ejecutar la Ley de Transitoriedad.
Como el referéndum se hace bajo la persecución y el boicot directo del Gobierno español, hay también voces que dudan que, con una participación maltratada por el bloqueo de mesas electorales, la declaración de independencia pueda salir adelante. Y utilizan dos justificaciones: la primera, de legitimidad; la segunda, de efectividad.
La apelación a la falta de legitimidad no tiene ninguna base firme. En el supuesto de una consulta limpia y completa, que es la que, de hecho, todos los convocantes queremos, el referéndum se convierte (o se convertiría) en el acto determinante para aprobar o rechazar la independencia de Catalunya, el punto final en el que acaba todo el proceso de autodeterminación, el mecanismo de decisión colectivo que supera a todas las decisiones tomadas hasta ese momento.
Ahora bien, si la consulta queda parcialmente afectada por la violencia y la censura del Estado español, su legitimidad tiene que ser entendida dentro de una historia política más amplia, definida por el intento constante (y siempre frustrado) del pueblo catalán por poder vivir con los otros pueblos de la península ibérica en condiciones de igualdad y libertad. Los ejemplos más recientes son bien conocidos por todo el mundo: el pacto constitucional de 1978, nunca completado de acuerdo con las expectativas de la transición; el Estatut de 2005, vaciado de contenido por las Cortes españolas y el Tribunal Constitucional; el bloqueo sistemático por parte del Estado español de todas las acciones catalanas dirigidas a enderezar esta situación de injusticia.
En términos de efectividad y fuerza, nunca seremos tantos y tan movilizados, y no tendremos nunca la atención mediática y política que tenemos ahora. Y es eso, precisamente, lo que abre la ventana que nos tiene que permitir ser libres y que hay que aprovechar
El referéndum parcialmente atacado (con la autonomía intervenida financieramente, servidores públicos detenidos arbitrariamente y derechos fundamentales conculcados, todo hecho sin utilizar los procedimientos constitucionales existentes) es, sencillamente, la prueba más visible de esta historia de imposibilidades políticas. Es la evidencia más patente de una situación de subordinación política y, en definitiva, el fundamento, ante el mundo, de una legítima declaración de independencia por parte de un Parlament que, de hecho, ya cuenta con una mayoría soberanista. Y que puede justificarla de acuerdo con los tres principios que la doctrina actual pide para reconocer el derecho de autodeterminación: el principio de la democracia, violentado por el Estado español y ejercido escrupulosamente por los catalanes; el principio de último recurso, que indica que un pueblo puede independizarse si ha agotado todas las vías de diálogo; y la autodeterminación como mecanismo de defensa ante la violación de derechos fundamentales, como yo entiendo que ha sucedido en las últimas semanas.
La apelación a la efectividad es de carácter estratégico. Bajo el supuesto de que, con un referéndum con agujeros, el Govern no podrá ejecutar el resultado, algunos juegan con la posibilidad de retrasar la declaración o, incluso, de convocar elecciones autonómicas. Dejemos de lado que eso equivaldría a incumplir las leyes aprobadas en el Parlament. Dejemos de lado que, en caso de celebrar unas elecciones de este tipo, volveríamos a entrar en la circularidad inacabable (y deprimente) del procés. Dejemos de lado que los políticos que las propusieran (o que las permitieran) serían destruidos electoralmente. Y dejemos de lado que, incluso descartadas nuevas elecciones, retrasar la declaración parece imposible: la Generalitat no tiene autonomía financiera más allá de unas semanas y el Estado decapitaría su liderazgo en cuestión de horas o días. El hecho es que, en términos de efectividad y fuerza, nunca seremos tantos y tan movilizados, y no tendremos nunca la atención mediática y política que tenemos ahora. Y es eso, precisamente, lo que abre la ventana que nos tiene que permitir ser libres y que hay que aprovechar.