Conjuntamente con otro empleo de carácter público bien conocido, la política es probablemente el arte o "profesión" más antigua de la humanidad. Pero el uso del término "político" en Europa es bastante moderno. Como adjetivo, y según el Coromines, apareció en textos catalanes y franceses durante el siglo catorce y en castellano y en inglés en el siglo quince. Como sustantivo referido al profesional de la cosa pública, mucho más tarde. El Oxford English Dictionary fecha su primer uso escrito el año 1586, en el llamado English Myrror, de George Whetstone, una colección de glosas elegíacas de varias personalidades de la época.
Desde un principio, el adjetivo "político" se utilizó como sinónimo de individuo prudente, juicioso, filantrópico y, como mucho, capaz. Sin embargo, hacia mediados del siglo dieciséis, probablemente como resultado de la recepción de las ideas de Maquiavelo, adquirió una fuerte connotación negativa. En su Myrror, Whetstone, por ejemplo, caracterizó a los "polititians" como astutos manipuladores, hábiles en cumplir sus objetivos y capaces de conseguir "numerosas veces los efectos deseados de sus objetivos", advirtiendo, sin embargo, que el precio a pagar por sus argucias podía ser el hundimiento de la religión y de la monarquía porque, decía, "combaten contra Dios [y] contra sus príncipes soberanos". Un siglo más tarde, el año 1685, la colección de proverbios de Robert Codrington recogía el dicho popular: "Los hombres honrados se casan pronto. Muchos políticos, nunca". A finales de siglo dieciocho, el padre de los economistas, Adam Smith, hacía referencia, en La riqueza de las naciones, a aquel "animal cauto e insidioso, vulgarmente denominado estadista o político, cuyos consejos varían directamente según las fluctuaciones de cada momento".
Esta visión escéptica y desconfiada con respecto al político y a la política tuvo un efecto absolutamente positivo en la vida colectiva en general. La definición medieval de la política como un arte noble y valeroso, practicado por un príncipe hacia sus súbditos como hace el pastor con sus ovejas, fue desplazada por la concepción de la política como gestión, a menudo brutal, de un espacio de intereses heterogéneos y, sí, también, de pasiones personales y colectivas. Y esta aproximación a la política, empíricamente mucho más esmerada, forzó a los teóricos políticos modernos a buscar un conjunto de mecanismos institucionales (elecciones, separación de poderes, libertad de opinión y de prensa, etc.) capaces de controlar a los políticos, de generar espacios de libertad y de protección de nuestra esfera personal. Dicho de otra manera, el fundamento último de la democracia liberal es el reconocimiento de la crueldad de la política ―y de la necesidad de poner límites.
Hacer eso, renombrar y "glorificar" excesivamente la acción política, olvidar las carencias fundamentales de cualquier político, alabarlo a él y a su entorno desmesuradamente, nos condena a abrazar la política como un sistema de servidumbres
La explosión sentimental que ha generado la muerte de Alfredo Pérez Rubalcaba sorprende, a pesar de que no por la emoción, absolutamente legítima, vertida por amigos y compañeros. Al fin y al cabo, el exlíder socialista condensa la trayectoria de una generación fundamental en la política española y su fallecimiento simboliza el principio del fin de un larguísimo arco histórico. Las reacciones públicas a su muerte me han resultado chocantes, en realidad, por otra razón. En muy pocas horas, publicistas, académicos y políticos profesionales han redefinido la política, literalmente, como "el arte más noble del mundo" y a Rubalcaba como uno de sus máximos servidores.
Hacer eso, renombrar y "glorificar" excesivamente la acción política, olvidar las carencias fundamentales de cualquier político (sin excepción), alabarlo a él (o ella) y a su entorno desmesuradamente, nos condena a abrazar la política como un sistema de servidumbres. Detrás de estas prácticas se intuye una realidad problemática: una estructura de fuertes dependencias de la "intelligentsia" española con respecto al aparato del estado, que controla el sistema de honores y el aparato comunicativo del país, y una red, también claramente verticalizada, dentro de la misma clase política, que anula a quien osa "moverse en la foto". Una red densa que hace extraordinarios los costes personales (en términos de reconocimiento personal y espacio mediático) de cuestionar los ejes fuertes (el perímetro sagrado) de la política estatal: los excesos de la política antiterrorista; las maniobras políticas que permitieron reforzar el peso de la Corona hasta darle un poder arbitral que no tendría que tener en una interpretación apropiada de la Constitución; la negativa a acomodar la realidad plurinacional de España. Y detrás de todo eso, una generación que tuvo un papel incontestable en los años ochenta, pero que, negándose a abandonar la vida pública e inventándose todo tipo de movimientos de bloqueo (dentro y fuera de su partido), ha contribuido a demantelar la política como un sistema de acomodación de nuevas voces y de encaje de nuevas realidades.
La emocionalidad del momento también apunta, de una manera inquietante, hacia una inseguridad "psicológica" considerable. En la capilla ardiente de Pérez Rubalcaba, un Felipe González conmocionado por la respuesta emotiva que encontró soltó: "Hemos descubierto que todavía nos queda Estado". A la luz de la respuesta (siempre contundente) del Estado a cualquier movimiento desde Euskadi y Catalunya, la frase no deja de ser sorprendente. Su polisemia, además, dificulta la interpretación: ¿se refería a la fuerza del Estado? ¿A la simbiosis entre nación y aparato estatal? ¿Al redescubrimiento de un número de personas dispuestas a hacer el mismo papel de fiel servidor del poder público?
Más allá de la respuesta concreta, todo apunta a una élite que si, por una parte, se ve a sí misma herida por un supuesto rechazo de la periferia y, por lo tanto, justificada para responder sin límites, del otro lado, sufre internamente por la posible falta de legitimidad de su respuesta y por el reto catalán que no saben (con el imaginario nacional que tienen) cómo resolver. Por eso, el cierre de filas en torno a la memoria de un fiel servidor del Estado y la celebración de su vida parece haber tenido un efecto catártico. Permite creer que el centro no se ha equivocado en su estrategia. Permite imaginar que la razón de estado (incluso cuando supone pisar los derechos más elementales de personas como Jordi Cuixart o Jordi Sànchez, en prisión preventiva para manifestarse pacíficamente en septiembre del 2017) es la culminación del noble arte de la política. Permite cometer errores temibles apelando a Weber y a su ética (siempre elástica por parte de quien la invoca) de la responsabilidad.
¡Qué gran equivocación! La única política posible es la que, aceptando su crueldad y nuestros límites humanos, negocia constantemente y acepta, como principio fundamental, la posibilidad de que el otro pueda decidir como individuo autónomo, en pie de igualdad, democráticamente.