Desde la proclamación de independencia del 27-O, el Govern (ahora en el exilio) de la Generalitat ha sido acusado de irresponsable, incompetente, mentiroso y débil. Irresponsable porque llevó al país a un lugar que, nos dicen, sabía que era imposible de alcanzar. Incompetente porque prometió llevar al país a un lugar que quizás es alcanzable, pero sin preparar nunca los medios para llegar. Mentiroso porque negó que no se podía llegar a donde nos habíamos propuesto y/o que no estaba preparado para llegar. Débil porque cuando tocaba dar el último paso, se echó atrás, quemando unas oportunidades y generando un estado de desánimo hasta hacer imposible alcanzar durante un largo periodo de tiempo (que algunos cifran en una o dos legislaturas y otros en una o dos generaciones) el objetivo deseado.
Buena parte de estas acusaciones son previsibles (a pesar de que algunas de ellas contradictorias entre sí). La política (de partido y de periodismo) se basa en buena medida en culpabilizar y disminuir al enemigo. En el caso del unionismo, con el propósito de desmovilizar a los votantes independentistas y jibarizar la autonomía. Entre los equidistantes, para absorber a una parte de aquellos votantes y restablecer un polo político cove-al-peixista que pueda extraer concesiones de la mayoría de turno en España. Entre un cierto independentismo, para empujar el soberanismo hacia la última batalla, incluso si eso implica decapitar su liderazgo actual y recular temporalmente hasta la casilla de salida.
Mientras tanto, el votante soberanista vive el desenlace de este primer desafío al Estado entre el desconcierto, el desánimo y la frustración. No hacerlo es casi imposible, al menos por dos razones. Primero, la historia de este octubre ha sido complicada, llena de curvas, de posibilidades aparentemente ilimitadas y de dudas a veces clamorosas. Segundo, a la clase política soberanista le ha faltado capacidad de explicar las decisiones tomadas, en parte por su división interna, en parte por la misma naturaleza estratégica del juego en marcha (que algunos creían que obligaba a mantener ciertos silencios para reforzar el envite al Estado español).
La historia de este octubre ha sido complicada, llena de curvas, de posibilidades aparentemente ilimitadas y de dudas a veces clamorosas
En este artículo (y en dos piezas sucesivas más) ofrezco un análisis del mes de octubre para intentar entender, más allá de los hechos mismos y de la intrahistoria de las decisiones hechas en Palau (y que ya han sido explicadas, primero en El Nacional y ahora, con más o menos fortuna, en la prensa española), por qué pasó lo que pasó. Hoy describo el marco conceptual y estratégico que nos llevó hasta el 1-O. En un segundo artículo, analizaré el conjunto de fuerzas (casi vectores de un campo físico) que condujeron hasta el 27-O. Y en una tercera parte, haré un pequeñísimo juicio de valor, en forma de apostilla.
1. El marco conceptual y estratégico
El 1-O y el 27-O culminaron un proceso iniciado por el soberanismo para alcanzar dos objetivos: primero, generar el mecanismo para que los catalanes pudieran expresar su apoyo (o rechazo) a la independencia; segundo, romper la oposición sistemática del Estado español a ejercer el derecho de autodeterminación, que, hay que enfatizar, es una cosa bien diferente a romper la oposición del Estado español a la independencia en sí. Estos dos objetivos se apoyaban mutuamente. En la medida en que la gente votara a favor del derecho de autodeterminación, se esperaba que Madrid dejaría de cuestionar la legitimidad de las demandas de la ciudadanía. Y en la medida en que España se abriera a las propuestas catalanas de utilizar un procedimiento para decidir democráticamente el status futuro de Catalunya, se entendía que el Estado se avendría a hacer un referéndum para resolver el contencioso político pacíficamente y, si ocurría, negociar un proceso de secesión.
Después de la sentencia del TC y de las movilizaciones ciudadanas del 2010-12, una mayoría (amplia) de los partidos catalanes se comprometieron a negociar un referéndum con Madrid. Cuando todos aquellos intentos de negociación fracasaron y una vez el 9-N no consiguió generar la participación necesaria para sacudir Madrid, el soberanismo decidió convertir las elecciones del 27 septiembre del 2015 en un referéndum implícito, definiéndolas como tal, organizando una coalición de fuerzas favorables a la independencia, y provocando, con bastante éxito, el posicionamiento contrario de la mayoría de los otros partidos, que pasaron a aceptar explícitamente su condición de "unionistas" (con una excepción que resultaría crítica a la siguiente fase del procés). El resultado, un 48 por ciento de votos y una mayoría absoluta de escaños para los partidarios del Sí, fue extraordinario. Sin embargo, la falta de 2 puntos porcentuales para romper la barrera del 50 por ciento hizo imposible una declaración de independencia directa (inmediata o a través del concepto —extrañísimo a mi entender— de proceso constituyente).
En aquel momento, la mayoría parlamentaria soberanista habría podido congelar el proceso soberanista, administrar la autonomía y esperar a expandir su mayoría en las próximas elecciones. Si no lo hizo se debió, a mi entender, a dos razones. En primer lugar, detenerse rompía con la estrategia binaria que he descrito antes: forzar un voto para poder finalmente hacer sentar al Estado; buscar el punto débil del Estado para poder votar. En segundo lugar, como el unionismo estricto había quedado claramente por debajo del independentismo, era difícil hablar de una derrota del independentismo, sobre todo porque había una fuerza política entre los dos bloques, CSQP, que incluía (según varias encuestas) un sector de votantes favorables a la independencia de Catalunya y que apoyaba un referéndum pactado. (La necesidad de contar con el apoyo de la CUP tuvo un efecto importante sobre el liderazgo político pero menor sobre la estrategia en sí. Si JxSí hubiera querido cambiar de táctica, apostando por la espera, habría podido negociar con CSQP.)
Se ha extendido la interpretación de que las élites políticas catalanas en el fondo no querían un referéndum con todo detalle y que, por eso mismo, quedaron sobrepasadas por la determinación y el coraje de más de 2 millones de catalanes
Los partidos soberanistas cometieron un error importante. Tendrían que haber exigido claridad a CSQP y una fecha límite a su propuesta de hacer un referéndum con el acuerdo del Estado: eso habría hecho todavía más patente las contradicciones inherentes a hacer una promesa (un referéndum pactado) que no puedes cumplir nunca (vista la oposición frontal del 70 por ciento de las Cortes). En todo caso, el paso del tiempo demostró que ni la mayoría parlamentaria soberanista ni la supermayoría referendista conseguían (o conseguirían) romper la oposición española simplemente pidiendo un referéndum. Y eso empujó a la Generalitat a dar un nuevo paso político.
Descartado tanto el retorno al autonomismo como la independencia exprés, el Govern se encontró con dos opciones sobre la mesa. La primera, convocar nuevas elecciones (quizás definidas como "constituyentes"), quedó descartada. Probablemente, habrían supuesto repetir los resultados del 27-S (en buena medida como consecuencia del confortable papel equidistante de CSQP). Y no habrían conseguido superar o romper la resistencia del Estado español a convocar un referéndum.
La segunda opción era la de organizar el referéndum directamente o, utilizando un término muy generalizado (pero utilizado con excesiva intencionalidad política), unilateralmente. La decisión, tomada primero dentro del ejecutivo catalán, consensuada después con las fuerzas parlamentarias, y bastante aplaudida por una parte del independentismo social, pretendía superar el callejón sin salida que imponía la mayoría de las Cortes españolas y la falta de cooperación de los autodeterministas no soberanistas. Y parecía hacer posible encontrar aquel punto de ruptura de la resistencia española a resolver las demandas catalanas al que he hecho referencia antes.
Después del 1-O y a la luz del 27-O, se ha extendido la interpretación de que las élites políticas catalanas en el fondo no querían un referéndum con todo detalle y que, por eso mismo, quedaron sobrepasadas por la determinación y el coraje de más de 2 millones de catalanes. La realidad, sin embargo, fue más compleja —con consecuencias importantes para entender dónde estamos y hacia dónde podemos ir.
Para una parte del soberanismo, el referéndum tenía que ser una gran demostración de fuerza, como ya lo fue el 9-N
Con los políticos soberanistas en busca de un ariete para romper democráticamente la oposición del Estado a decidir democráticamente, el referéndum se convirtió gradualmente en el punto de encuentro del soberanismo para generar una salida a la jaula en que nos encontramos todos encerrados. Por un sector del soberanismo, el referéndum era el punto final de un proceso de liberación, la puerta de salida directa: una vez ganado, lo único que hacía falta era hacer la declaración de independencia y desplegar, con toda legitimidad, la república. Por otro sector, en cambio, el referéndum del 1-O también era el referéndum que no se podría hacer nunca con el permiso del Estado. Sin embargo, este segundo sector lo entendía como un mecanismo estratégico, como una herramienta para forzar la negociación con el Estado. Por eso mismo, no veía ninguna contradicción entre organizarlo e insistir (hasta el último momento) en su disposición a dialogar con Madrid. Finalmente, para otra parte del soberanismo, el referéndum tenía que ser una gran demostración de fuerza, como ya lo fue el 9-N: una nueva manifestación donde los participantes se contarían a sí mismos de una manera regulada y precisa y donde se volvería a demostrar que teníamos razón, y que permitiría empezar a negociar, ahora sí de verdad, con el Estado. Fijémonos en un detalle poco explorado (pero relevante para entender qué pasó a partir del 1-O): los partidarios de interpretar el referéndum como una manifestación se guardaron mucho de decirlo en público; de hecho, el sector pro-referéndum-real-pero-con-negociación-posterior-incluido-otro-referéndum, también. Y lo hicieron por dos razones. Por una parte, revelar el carácter instrumental de la convocatoria les habría dejado marcados como "processistas" —quizás injustamente porque su objetivo seguía siendo, como el de todo el mundo, romper la oposición del Estado. Por otra parte, revelar el valor puramente simbólico que atribuían a la consulta habría sacado toda la credibilidad política de la operación de cara al Estado: una amenaza no tiene ninguna posibilidad de éxito si el otro bando no la percibe como real. Fijémonos, sin embargo, en un segundo detalle: el Estado, conociendo o al menos intuyendo las divisiones soberanistas (y, sobre todo, los cálculos del sector "simbolista"), descontó en parte la amenaza real del referéndum (o, al menos, de la voluntad de llevar la independencia a la práctica).
(Hoy en día, estas posiciones, que no se corresponden a ningún partido o candidatura en concreto sino a sentimientos y estrategias personales, siguen disputándose cuál tiene que ser la interpretación final de lo que pasó —y, por lo tanto, de lo que tiene que significar el 21-D: paro (y despliegue lento) o pura ratificación. Pienso, por ejemplo, en el último artículo del Dr. Mas Collell en el diario Ara este domingo o en las declaraciones de la consellera, la Dra Ponsatí, en Vilaweb.)