En el artículo "Violencia constitucional" publicado el 19 de febrero en El Nacional, enfaticé el hecho de que tanto la acusación en el juicio de los políticos catalanes como la mayoría de los españoles ven la Constitución de 1978 como el requisito o precondición indispensable para establecer y mantener una sociedad pacífica y democrática. Fuera de la Constitución, insisten constantemente, no es posible la democracia. Y, al mismo tiempo, esta convivencia democrática, que se produce mediante mecanismos especificados constitucionalmente (como elecciones o estructuras judiciales concretas), legitima la Constitución. Dicho de otra forma, democracia y estado de derecho se "constituyeron" conjuntamente el año 1978, sosteniéndose entre sí en una especie de relación recíproca, simbiótica.
El discurso pronunciado por Felipe VI ante el congreso de la World Jurist Association el 20 de febrero sintetiza de manera bastante exacta esta posición. Para el monarca español, “[d]emocracia y Estado de Derecho son, por ello, realidades inseparables, pues crean el único espacio en el que puede vivir la libertad y el único marco en que puede desarrollarse la igualdad. De ahí que la defensa de la democracia haya de ser al mismo tiempo la defensa del Estado de Derecho. Sin democracia, el Derecho no sería legítimo; pero sin Derecho la democracia no sería ni real ni efectiva. Por ello, no tiene sentido, no es admisible apelar a una supuesta democracia por encima del Derecho, pues sin el respeto a las leyes no existe ni convivencia ni democracia, sino inseguridad, arbitrariedad y, en definitiva, quiebra de los principios morales y cívicos de la sociedad".
Toda acción para romper la Constitución o incluso para cambiarla fuera de los mecanismos que la misma Constitución establece para reformarse es ilegal, no democrática e ilegítima. La decisión del Parlament y Govern catalanes de convocar un referéndum que, haciendo caso omiso de los mecanismos de reforma establecidos en la Constitución de 1978, podía llegar a negar la unidad de España, constituyó un atentado completo (e imposible de justificar) contra el contrato constitucional que todos los españoles se habían dado a sí mismos y que consistía en gobernarse de acuerdo con reglas democráticas. Ir contra la Constitución era y es, en definitiva, ir contra la democracia.
En el discurso del Rey, la afirmación de la identidad entre estado de derecho y democracia es, pues, prácticamente absoluta. El estado de derecho es la sujeción de todo el mundo a la ley (al ordenamiento constitucional) y, por lo tanto, a las obligaciones y estructuras de gobierno que impone. Por su parte, la democracia es sobre todo (y digo sobre todo porque hay una cierta ambigüedad en el significado de esta palabra en el discurso de Felipe VI) un procedimiento de decisión por mayorías donde cada ciudadano tiene el mismo valor (un voto). La igualdad electoral de los ciudadanos legitima la sujeción de estos a la ley (Constitución): todos deciden (como iguales) normas a las que están sometidos (por igual). Y esta sumisión (como iguales) a la Constitución asegura, a su vez, la legitimidad de la regla de decisión de una-persona-un-voto.
Negando que los ideales democráticos y liberales siempre preceden a la Constitución, el monarca y la opinión pública española sólo intensifican la crisis de legitimidad en que se encuentra el régimen constitucional de 1978
Contrariamente a la formulación desarrollada en el discurso del Rey, sin embargo, el uso de la democracia no genera necesaria y automáticamente la igualdad política, las garantías jurídicas y la legitimidad que predice Felipe VI (o, más probablemente, sus asesores jurídicos). Imaginemos una situación en que, como resultado de elecciones (celebradas regularmente), una mayoría de la población no sólo excluye permanentemente del gobierno a la minoría, sino que vota leyes que distribuyen recursos públicos de forma desigual ―en cuestiones materiales como la sanidad o la educación o en dimensiones simbólicas como el trato de la lengua de la minoría―. Supongamos que aquella mayoría utiliza los procedimientos constitucionales existentes para transformar, en beneficio propio, las instituciones judiciales que tienen que arbitrar sobre los conflictos entre la mayoría y la minoría. Consideremos el caso en que la mayoría actúa para reinterpretar, a su favor y en contra de la minoría, los términos de los acuerdos constitucionales que se pactaron inicialmente. Finalmente, imaginemos una situación en que la mayoría limita los derechos fundamentales de la minoría porque, aunque el texto constitucional recoge estos derechos, nada impide que la mayoría utilice su control de los órganos legislativo y judicial para adaptar el significado y aplicación de cada derecho de acuerdo con sus intereses.
En todos estos casos hipotéticos, la mayoría utiliza todos los procedimientos constitucionales (democráticos) existentes de una manera formalmente impecable. Haciéndolo, sin embargo, destruye los cimientos mismos del estado de derecho (entendido como igualdad ante la ley). Democracia y estado de derecho entran en contradicción entre sí. Y, por lo tanto, la identidad predicada en el discurso del Rey no existe. La democracia de la mayoría, que es el último árbitro en toda estructura democrático-liberal, no garantiza de manera mecánica los principios que inspiran o definen el estado de derecho. El ordenamiento constitucional no impide posibles violaciones del espíritu democrático (que va más allá de un sistema de votaciones o elecciones) que lo fundamenta.
En todo caso, la clave de bóveda (del error) del discurso real se encuentra en su negativa a admitir la existencia de "una supuesta democracia por encima del Derecho". Si entendemos democracia como procedimiento de decisión, la negativa es razonable ―aunque lo es por las razones que he expuesto sobradamente más arriba―. Ahora bien, si entendemos por democracia un sistema de ideas que requiere que todas las partes acuerden someterse voluntariamente a un sistema que las trate por igual y que respete sus derechos fundamentales, entonces la negativa es inaceptable. El discurso del Rey adopta un constitucionalismo estricto o, en otras palabras, un formalismo positivista (de acuerdo con el cual el derecho positivo se basta a sí mismo para legitimarse) que deja sin cimientos sólidos, sin líneas de defensa, tanto el estado de derecho como la democracia. Llevada a su conclusión extrema, el argumentario del Rey hace muy difícil considerar ilegítimo el proceso, hecho de forma plenamente constitucional, que permitió la transformación de la república de Weimar en el Tercer Reich. De la misma manera, impide cuestionar la progresiva manipulación del poder judicial en marcha hoy en día en Hungría, Polonia y Rumania.
La posición del Rey (y, por lo visto, de la mayoría de los medios españoles) se encuentra en las antípodas de la declaración de la declaración del Tribunal Supremo de Canadá en su conocida opinión sobre un posible referéndum de autodeterminación del Quebec cuando, de acuerdo con principios auténticamente liberales, estableció que la "Constitución [canadiense] no es solamente un texto escrito", sino que "integra un sistema completo de principios que gobiernan el ejercicio del poder constitucional... el federalismo, la democracia, el constitucionalismo y la primacía de la ley, y el respeto por las minorías".
Ahora bien, negando que los ideales democráticos y liberales siempre preceden a la Constitución y, que, por lo tanto, tienen que inspirar su interpretación y su aplicación, el monarca y la opinión pública española sólo intensifican la crisis de legitimidad en la que se encuentra el régimen constitucional de 1978. Como mínimo en Catalunya, el pacto constitucional de la Transición ha dejado de tener la fuerza de un contrato acordado voluntariamente por todas las partes, hecho en beneficio de todos los contratantes. La única posibilidad de restaurar aquella legitimidad es, por el lado español, superar el discurso del monarca y acordar un referéndum. De lo contrario, la Constitución seguirá siendo sólo una jaula, útil para la mayoría pero destructiva para la minoría.