Desde que llegué a Princeton, he tenido la oportunidad de sentarme a la mesa "en pequeño comité" con varios políticos europeos de paso por la universidad. Por estricto orden alfabético: Almunia, Amato, Barroso, Fischer (Joschka), Prodi, Rehn (Olli), Van Rompuy, Weber (Alex; expresidente del Bundesbank).
Algunos me parecieron admirables. Otros, tirando a repugnantes. Un puñado, soberbios. Todos, salvo uno, amables. Algunos, de izquierdas. Una parte, de derechas. El resto, instalados en el centro más gris. Todos, sin embargo, compartiendo la misma característica sin excepción: ser unos superprofesionales de la política, perfectamente informados sobre la correlación de fuerzas del momento, acostumbrados a calcular todas las jugadas (propias y de los competidores) del tablero institucional y mediático con mucha antelación y férreamente disciplinados en el uso de la palabra en la arena pública (donde siempre hay algún periodista interesado en utilizar cada palabra en contra del político para tener más lectores). Eso no puede en absoluto sorprender a nadie. Para llegar a la cumbre de las instituciones europeas, hay que pasar un proceso de selección darwiniana feroz. Sin embargo, algunos opinadores lo olvidan, naturalmente cuando les conviene.
Cuando Juncker decidió contestar una pregunta sobre el referéndum catalán, ya dejó claro de entrada que lo haría como un profesional
Juncker, el actual presidente de la Comisión Europea, pertenece al mismo círculo de políticos, con las mismas deformaciones (positivas y negativas) profesionales. Y cuando, la semana pasada, decidió contestar una pregunta sobre el referéndum catalán, ya dejó claro de entrada que lo haría como un profesional. "Esta pregunta ya me la esperaba", dijo enseguida. El político luxemburgués enfatizó explícitamente que lo había meditado con antelación y que no le venía de nuevo (a diferencia de la portavoz de la Casa Blanca, la señora Heather Nauert, que contestó una pregunta parecida con las frases descafeinadas que se utilizan para aparcar cualquier conflicto en un rincón del mundo).
La respuesta de Juncker tuvo dos partes. En la primera, utilizó la doctrina "oficial" de la UE, que califica el caso catalán de "asunto interno" y que no cuestiona la estructura constitucional ni el Gobierno de España. Si su intervención hubiera acabado aquí, la respuesta no habría tenido mucha importancia. Al fin y al cabo, eso es lo que uno espera de los estados constituidos y así es como las grandes potencias respondieron sistemáticamente hasta pocos días antes de la separación de varios países en la Europa central después de la caída del muro de Berlín. Sin embargo, el presidente de la Comisión decidió continuar y, después de hacer un punto de inflexión brevísimo, afirmó que si salía el sí en el referéndum, la Unión se vería obligada a aceptar aquel resultado.
Después de unas horas de desconcierto completo, la prensa unionista española se apresuró a crear el relato según el cual las palabras de Juncker habían de entenderse en el contexto del inicio de su declaración de respeto al orden constitucional español y que, por lo tanto, solo podían referirse a un referéndum pactado. Escuchando la respuesta grabada, esta reinterpretación no tiene ningún sentido. Juncker no condicionó la respuesta de la Unión a la fórmula del referéndum en ningún momento. Y en cualquier momento, si hubiera hecho eso, esta propuesta (pidiendo una consulta pactada) también habría descalificado por sí sola a las Cortes españolas y su negativa a reformar la sagrada Constitución del 78.
Juncker no condicionó la respuesta de la Unión a la fórmula del referéndum en ningún momento
Es evidente que, con sus consideraciones, el presidente de la Comisión no pretendía animar a los indios catalanes a separarse de España. A la Unión le sobran quebraderos de cabeza ahora mismo. Y, por lo tanto, la única interpretación posible es que decidió utilizar aquel momento para avisar al Gobierno Rajoy y a la oposición española de dos cosas: primera, que no todo lo que venga del Estado español es posible o aceptable; y segunda, que tienen que buscar algún mecanismo para negociar una salida razonable (y/o para atraer al centro político de Catalunya).
¿Por qué decidió Juncker hacer eso? Por dos razones: la primera, de defensa de la reputación de la Unión Europea, como enseguida nos recordó en un tuit el delegado de Catalunya en la UE, el señor Amadeu Altafaj. Simplificando, hay dos tipos de Estado en el mundo: el Estado de derecho y el Estado patrimonial. En el primero, el gobierno y las elites políticas administran el Estado siguiendo un conjunto de reglas y, sobre todo, de principios generales (casi de un estado de ánimo o cultura política) que les sobrevive, los disciplina y, en definitiva, tutela sus actuaciones. Los políticos pueden cambiar las leyes, ciertamente, pero no infringiendo las grandes ideas que estructuran la vida en común y que preceden a las normas escritas: el respeto a la diferencia, la democracia, la legitimidad, la negociación basada en la buena fe, el consentimiento de los gobernados. En el Estado patrimonial, en cambio, las elites políticas se apropian del Estado. Se rigen por el principio, hace poco enunciado por la señora Saénz de Santamaría, de que "la ley marca lo que está bien" –y que es equivalente al principio que "lo que yo (que hago la ley) digo, está bien". La falta de control acaba corrompiendo el Estado en una espiral de favoritismos privados, de errores de juicio (normales en quien tiene un poder excesivo) y de extralimitaciones de todo tipo. En esta situación, el Estado, que acaba siendo propiedad del gobierno y sus amigos y aliados, acaba hundiéndose en el mayor descrédito –un desmoronamiento que el gobierno de turno solo puede retrasar mediante la compra directa de intereses y la amenaza de la represión.
Confrontado con esta disyuntiva, el mensaje, sutil, de Juncker toma un cariz diáfano. La Unión no puede aceptar ser instrumentalizada y patrimonializada por el Estado español porque acabaría autodestruyéndose. O, en otras palabras, su advertencia responde directamente al intento –constante– de la diplomacia española de manipular los comunicados y las posiciones de la Comisión. Y de hacerlo utilizando los cargos y posiciones de poder que ocupan los representantes españoles. O utilizando a funcionarios no españoles vinculados, normalmente por vínculos familiares, a españoles o españolas trabajando o viviendo en Bruselas.
El mensaje de Juncker toma un cariz diáfano. La Unión no puede aceptar ser instrumentalizada y patrimonializada por el Estado español porque acabaría autodestruyéndose
La segunda razón de las palabras de Juncker era estratégica. Cuando uno decide abrir un conflicto absoluto con su población, tiene que ir con la seguridad de vencer por completo y, si eso no es así, tiene que imaginar un mecanismo de salida y reconciliación. Considerando la movilización popular en marcha y con las limitaciones que impone ser parte de Europa, esta victoria "dura" parece difícil. Y la Comisión, de nuevo de forma sutilísima, avisa a Rajoy que reconsidere y que entienda que una derrota puede ser fatal para Madrid y sus relaciones con Bruselas.
Un aviso para Rajoy y, sobre todo, para el PSOE. Como decía en privado uno de los políticos europeos con quien cené en su momento, los políticos "castellanos" siguen pensando como los "tercios" y, por lo tanto, poco se puede esperar de Rajoy y la derecha española. Queda, pues, la izquierda, que, hoy por hoy, parece ser la única con bastante peso para imponer líneas rojas y romper la embestida irresponsable del Gobierno.
Sin embargo, el PSOE navega entre un silencio sepulcral –ejemplarizado por un tuit de su secretario general lavándose las manos de la represión ordenada por el Gobierno y el brazo de la Fiscalía y prometiendo algún tipo de cambio cuando ellos gobiernen– y el apoyo casi total a la acción del PP. Quizás todo eso sucede porque los socialistas creen que abandonar el discurso de la defensa de la nación española podría salir caro electoralmente al PSOE. Yo creo, sin embargo, que el cálculo es completamente otro. Los socialistas españoles confían en que un referéndum fracasado en Catalunya (porque no se realizará o porque la participación no será lo suficientemente alta) obligará a los partidos soberanistas a unirse a toda la izquierda en una moción de censura contra Rajoy el 2-0 sin pedir un referéndum pactado de ningún tipo. El cálculo es delicado y posiblemente erróneo: con un referéndum frenado (si es que lo frenan, cosa que dudo muchísimo), lo primero que hará Rajoy, que sabe que está muerto en las Cortes españolas pase lo que pase, será convocar elecciones para arrasar, con un discurso ultrapatriótico, a la izquierda española.