La plataforma Portes Obertes del Catalanisme publicó en diciembre de 2018 un compendio de artículos, escritos durante la segunda mitad del año pasado y reunidos bajo el título Catalanisme: 80 mirades (i +), sobre el papel que tiene que tener el catalanismo hoy en día. El libro, que el compilador presenta como una iniciativa "de carácter coral", ofrece, efectivamente, una cierta pluralidad de voces políticas —la mayor parte metidas en el espacio que se autodefine como "tercera via"—, al mismo tiempo acompañadas de algunas opiniones disonantes, tanto por el lado soberanista como por la lado de partidarios de aceptar el statu quo definido por la sentencia del Tribunal Constitucional.
Salvo algunas (muy pocas) voces que rozan el exabrupto y acusan al independentismo de antieuropeísta (intentando colgarle de forma torpe la ventosidad de populista), a la vez que califican a los últimos presidentes de la Generalitat de supremacistas (señal evidente que no han querido leer lo que han escrito) y señalan los medios de comunicación públicos y la escuela catalana como guaridas de indoctrinación (demuestran una vez más que no han prestado atención a la demografía del soberanismo), el libro es estimulante. Ahora bien, en el grueso de esta obra coral (y en el "terceraviismo" en general) presenta cuatro problemas importantes y mal resueltos: (1) la falta de autocrítica; (2) la apropiación del concepto de catalanismo; (3) la mitificación del catalanismo contemporáneo como instrumento de modernización de España, y (4) una interpretación equivocada de la globalización. Considero los dos primeros problemas hoy y discuto los otros dos en un futuro artículo.
1. Autocrítica. Con contadísimas excepciones, parece que los articulistas atribuyen las raíces de la crisis política actual (según ellos, hecatómbica) a emociones populares incontroladas agitadas por élites electoralistas o, incluso, en algunos casos, a la lenta destilación, venenosa, del nacionalismo pujolista. Por el contrario, la gestión del procés estatutario del 2003-06, la destrucción del sistema de garantías constitucionales en manos del Tribunal Constitucional y, en definitiva, las debilidades inherentes de la estructura de la constitución no aparecen.
Esta ausencia tiene un efecto importante: silencia todas las responsabilidades políticas, reales, a menudo directas, que tuvieron los partidarios actuales de la tercera vía en la gestación de la crisis política actual. La mayor parte de los terceraviistas participaron activamente en (o defendieron explícitamente) la propuesta de un nuevo estatuto de autonomía ahora hace unos quince años. Aquel proyecto de reforma estatutaria (que más o menos se corresponde con la tercera vía) tuvo lugar, como es bien sabido, porque el pacto constitucional del 78 no se había hecho bien: no garantizaba las cuotas de autogobierno que se esperaba y se imaginaba alcanzar durante la transición política. De hecho, aquel pacto constitucional subóptimo también lo llevaron a cabo, a menudo ocupando cargos políticas y tribunas mediáticas muy centrales, una buena parte de los que escriben en Catalanisme. 80 mirades (i+). Toda esta cadena de acontecimientos llevaron al desastre político que culminó en la sentencia del TC y que, desgraciadamente, ninguno de ellos supo (o poder) evitar.
Hasta que los partidarios de la tercera vía no acepten como propia esta realidad y el fracaso que implica, y hasta que no reconozcan el problema de fondo a que nos enfrentamos (y que no se arregla con discursos voluntaristas), me temo que su discurso tendrá poca credibilidad (y poco recorrido práctico). Antoni Castells, en uno de los ensayos más penetrantes del libro, lo dice claramente: el acuerdo con España sólo será aceptable en función de las garantías que aquel tenga y, por eso, a los "terceraviistas" de buena fe hay que decirles: si quieres la tercera vía, defiende la consulta" (p. 99). En otras palabras, el referéndum es una condición indispensable para garantizar el autogobierno porque, permitiendo a una minoría nacional una salida a una situación de dominación, disciplina y civiliza a la mayoría (y minimiza la probabilidad de separación).
2. Catalanismo contra independentismo. La mayoría de los ensayistas se empeñan en contraponer catalanismo e independentismo. Aunque esta discusión corre el peligro de ser meramente nominalista, hay que insistir en que la contraposición es errónea. El independentismo es una variante del catalanismo. Si el catalanismo político es un movimiento dirigido a conseguir el máximo autogobierno posible (para permitir que la sociedad catalana alcance los objetivos que se quiera proponer), entonces tanto el autonomismo (que es la variante de catalanismo político que defienden la mayoría de los articulistas) como el independentismo (que es la variante que, a estas alturas, prefiere la mitad aproximadamente de la sociedad catalana) son catalanismos: perfectamente legítimos los dos y capaces de convivir en el mercado electoral y de las ideas, aunque apoyados en cálculos estratégicos diferentes.
El catalanismo siempre ha sido "accidental". Para el catalanista, lo más importante era y es conseguir cuotas de poder y, por lo tanto, la cuestión era y es como hacerlo y hasta qué límite. El tipo de estrategia de cada momento estaba determinada por la estructura de oportunidades (o, para los mayores del libro Catalanisme: 80 mirades (i+), las "condiciones objetivas") en qué operaba: la cohesión interna de España (generalmente, la fuerza relativa de la izquierda que normalmente ha actuado por razones estrictamente instrumentales, como el aliado natural del catalanismo); el grado de desarrollo económico, y el entorno internacional. La debilidad (normalmente momentánea) del adversario permitía más autonomía. Su fortaleza, evidentemente, menos. Un mundo proteccionista obligaba a sacrificar poder por mercado peninsular. Un mundo comercialmente abierto permitía imaginar un país más libre y menos trabado por el estado español. Un entorno internacional autoritario enjaulaba más a los catalanes. Un entorno democrático pacificaba y recortaba la potencia de las fuerzas peninsulares más oscuras.
Sin ninguna intención de ser exhaustivo, esta variabilidad de factores peninsulares y extrapeninsulares explica bien las fluctuaciones en el encaje de Catalunya dentro de España. Durante la primera parte del siglo diecinueve los catalanes creyeron, primero, que la patria cultural (Catalunya) y la nación política (una España liberal) podían llegar a ser compatibles. Una vez liberales y conservadores españoles apostó por un modelo provincial y centralista, los catalanes abrazaron el federalismo y el provincialismo (las estrategias de la izquierda y la derecha catalanas respectivamente). Desde la crisis de Cuba aproximadamente, el catalanismo optó por el autonomismo y un programa político de modernización. Sin lugar a dudas, esta apuesta tuvo éxitos, pero la mayoría han sido pasajeros. Como había pronosticado Gaziel, España no tarda mucho en recuperarse de las crisis de debilidad que Catalunya ha explotado históricamente para ganar terreno político. Si ahora hay una cierta relativa descentralización política es porque el desarrollo económico y la Unión Europea han reducido el dramatismo guerracivilista que ha caracterizado la historia de España de hace tiempo. Y, si el soberanismo ha crecido es, aparte de la presión española, como resultado de un entorno externo más amable y cosmopolita.
Por descontado, las variables (peninsulares y extrapeninsulares) que explican los movimientos colectivos del catalanismo de cara a España también sirven para entender buena parte de las preferencias individuales de los catalanes en relación con el estado central. Los empresarios que exportan fuera o los artistas que trabajan en un circuito internacional pueden defender una relación libre y bilateral sin problemas. Las empresas reguladas, los despachos de abogados que gestionan la concesión de todo tipo de permisos, los catedráticos que necesitan mantener las redes académicas adecuadas para poder "colocar" a sus discípulos, los vocales de empresas parapúblicas se decantan, naturalmente, por una autonomía menor, incluso banal. Un estado central como el español impone una estructura de dominación que anula, entre aquellos que dependen de él, todo incentivo real de transformar las asimetrías de poder existentes. Ahora bien, lo que los terceraviistas de buena fe quizás no saben es que el abrazo del oso estatal es, a medio plazo, letal. Las élites de la capital nunca tienen bastante. No se detienen nunca a forzar la concentración de poder a nivel central.