Es peor el remedio que la enfermedad. Esta, tal vez literalmente, fue la conclusión a la que llegó Carles Puigdemont después de dar unas cuantas vueltas al asunto de Ripoll, de pensar si Junts per Catalunya hacía caer o no a Sílvia Orriols mediante una moción de censura. Como es sabido, la alcaldesa desafió a la oposición —formada por Junts, ERC, PSC, CUP y Som-hi Ripoll— a asociarse y tumbarla. Ella había intentado aprobar los presupuestos de la ciudad —15,3 millones de euros— a través de una cuestión de confianza que sabía que perdería y que otorgaba un plazo de treinta días a la oposición para formar un nuevo Gobierno. Al desafiar a la oposición, Orriols sabía dos cosas. La primera, que si sus adversarios fracasaban, ella ganaba políticamente y todos los demás perdían, porque habrían sido incapaces de ponerse de acuerdo. Además, de propina, tendría los presupuestos aprobados. Lo segundo que sabía es que si, por el contrario, conseguían echarla y elegir a otro alcalde o alcaldesa, esto sería también una victoria. Estaba convencida de que el nuevo Gobierno municipal no funcionaría y en el 2027 ella ganaría las elecciones en Ripoll —unos 10.000 habitantes. Además, todo ello supondría un fuerte impulso para su partido, Aliança Catalana, en el conjunto del país. Aliança tiene ahora solo dos diputados en el Parlament, pero aspira a multiplicarlos por mucho.

Los representantes de Junts per Catalunya negociaron con el resto de grupos. Al final, se acordó hacer un Gobierno con Junts, ERC y PSC. El pacto ya estaba prácticamente terminado, pero, de un día para otro, los de Puigdemont se desdijeron mediante un comunicado. Jordi Turull subió al coche y se fue a Ripoll para comparecer y tratar de explicar el insospechado giro de guion, mientras el resto de partidos se tiraba de los pelos, maldecía a Junts y los tildaba de cobardes. Orriols no pudo evitar regocijarse de ello: les han temblado las piernas.

Puigdemont acaba dándose cuenta de que desmontar a Orriols puede ser peor que no hacerlo

Lo que ha ocurrido es relativamente sencillo de entender. Puigdemont acaba dándose cuenta de que desmontar a Orriols puede ser peor que no hacerlo, que dejarla continuar. Una operación de estas características, aunque legítima, siempre resulta difícil de justificar. Es impedir que el ganador de las elecciones gobierne. Sobre todo porque el triunfo electoral de Orriols fue claro: recibió casi el doble de votos que el segundo clasificado, Junts. Esto significa 6 de los 17 concejales del consistorio. Naturalmente, Orriols estaba lista para rentabilizar el “golpe de estado” contra ella. El victimismo es una característica del populismo. Una encuesta entre los ripolleses encargada por Junts presentaba unos resultados claros: la maniobra contra Orriols mucha gente no la comprendía. Había vecinos enojados por lo que se percibía como una operación antinatural y cocinada en los despachos.

Además, más allá de Ripoll, en Junts piensan en las próximas elecciones al Parlament. El estallido en votos y diputados de Aliança parece cantado. En toda Catalunya, en especial en las comarcas centrales, pero no solamente, el partido de Orriols se está reforzando y organizando cada día que pasa. Está creando estructuras a nivel local que hasta ahora no tenía. Muchas de las personas que se acercan a la fuerza política antiinmigración son personas antes cercanas a Junts (o a ERC), en algunos casos militantes destacados, incluso antiguos cuadros. Orriols es ya la cuarta líder política más conocida en Catalunya. Aliança se extiende, avanza. Puigdemont y Turull son más que conscientes de ello, aunque desconozcan la altura que acabará cogiendo la ola.

Cuando se empezaba a hablar, entre Junts y el resto de la oposición, de cuál es el mejor día para presentar en público el pacto para desmontar a Orriols, Puigdemont decide abortar la operación. No habría mucho más que decir ni comentar si Puigdemont no hubiera dejado que durante tantos y tantos días —del 24 de enero hasta el pasado martes, 18 de febrero— sus correligionarios de Ripoll negociaran con el resto de grupos. No fue, como decíamos, hasta que el pacto estaba prácticamente cerrado y listo para poner el lacito que Junts decide —fruto de un cálculo eminentemente pragmático— dejar las cosas como están. Concluye que este es el mal menor. Que el remedio sería peor que la enfermedad. El error de Junts ha sido, pues, más que el sentido de la decisión en sí, las semanas que ha dejado pasar, el retraso con el que ha llegado. Si desde el principio Puigdemont y compañía hubiesen tenido una postura clara, no hubiera parecido que se gestiona improvisando y ciertamente todo habría resultado mucho más elegante. No es de extrañar que el resto de partidos de la oposición eche fuego por los ojos y Sílvia Orriols esté contenta como niña con zapatos nuevos. Al fin y al cabo, la jugada le ha salido incluso mejor de lo previsto