El mejor procedimiento para valorar en toda su esencia un valor positivo es experimentar su privación total.
El ejemplo más tópico de la validez de este axioma es la salud: solo pensamos en ella cuando estamos enfermos. Mientras estamos sanos, la salud es una idea inconcreta, un concepto teórico en el que no prestamos ninguna atención.
Lo mismo pasa con la democracia. Y la mejor forma de experimentar su ausencia total es zambulléndose en un régimen que potencia unos valores diametralmente opuestos a los de los estados sociales y democráticos de derecho occidentales.
Si todavía no habéis visto el documental Under the sun (disponible en Netflix), no dejéis pasar más tiempo y miradlo. Es una película rodada por un equipo checo siguiendo un guion escrito por los comisarios políticos del régimen de Kim Jong-il.
Las secuencias han sido grabadas siguiendo a rajatabla el guion norcoreano. El director, sin embargo, se ha tomado la pequeña licencia de incorporar en la parte final algunos momentos previos y posteriores a las secuencias grabadas.
En un régimen totalitario, la persona queda reducida a una pieza de un engranaje y sus derechos y libertades se diluyen en beneficio de unos supuestos bienes colectivos
En estos momentos de la película —¡qué maravilla!— los azorados ojos de los occidentales pueden comprobar en vivo como los comisarios políticos comunistas aleccionan, adiestran y dirigen a los actores del documental. Les obligan a convertir su discurso en un catálogo de consignas favorables al régimen, encorsetan su acción para hacerla compatible con las premisas del partido y convierten las relaciones familiares e interpersonales en una ridícula obra teatral, donde cada paso es coreografiado en beneficio del resultado global.
Es, en fin, la propia esencia de un régimen totalitario, donde la persona queda reducida a una pieza de un engranaje y sus derechos y libertades se diluyen en beneficio de unos supuestos bienes colectivos, que muy a menudo acaban siendo unos bienes privativos de la casta dirigente.
Las democracias occidentales presumimos de respetar la libertad de expresión, de reconocer las diferentes sensibilidades ideológicas y religiosas. Pero esta capacidad —no solo de tolerar, sino de celebrar las diferencias— es propia de sociedades que han experimentado regímenes democráticos de generación en generación, a lo largo de los siglos.
Reino Unido, Francia o Estados Unidos son regímenes que han situado la libertad en el vértice de su ordenamiento constitucional desde hace 300 años. Otros países, como España, han vivido —y han celebrado— el totalitarismo hasta hace muy pocos años.
Recientes acontecimientos como la final de la Copa del Rey dan que pensar que las costumbres totalitarias no han abandonado del todo todavía la idiosincrasia española
Recientes acontecimientos como la final de la Copa del Rey, donde se han requisado camisetas amarillas porque escapaban de la ortodoxia estética prevista por las autoridades, donde se ha elevado la potencia decibélica del himno nacional para aplastar la protesta ciudadana en forma de silbidos, dan que pensar que los usos y costumbres totalitarias no han abandonado del todo todavía la idiosincrasia española.
En Madrid todos los balcones están adornados con la misma bandera. El discurso nacional es unívoco, unidireccional. Todos los medios de información, desde los ultraderechistas hasta los que supuestamente son de izquierdas, comparten la misma línea editorial constitucionalista y anti-regeneracionista.
Y lo más sintomático: cuando se les expone un discurso alternativo, exclaman como una sola voz que la única democracia es la suya, y que lo que viene de fuera (ya sea de Catalunya, Escocia, Bélgica, Suiza o Alemania) es absurdo, nazi, aberrante.
Esta es la mejor forma de rechazarlo, bruscamente, sin ni siquiera prestarle atención, no fuera que por algun resquicio se pudiera infiltrar alguna sombra de duda.