Llevo 20 años en Madrid y todavía no he tenido forma de encontraros. Y mira que os he buscado. Porque siempre he pensado que estabais, que no podía ser que todo lo que me encontrara, cada día, fuera un muro de incomprensión más y más alto y grueso.
Sabía que no me entendería nunca con los del pelo engominado y los gemelos dorados. Pero con los de las rasta y los piercings la experiencia personal no ha sido mucho mejor.
Cuando llegué, en 2001, escuchaba la Cope por las mañanas. Jiménez Losantos me parecía un personaje exótico, y lo analizaba como un entomólogo analiza la mantis religiosa. La sorpresa ha sido ir descubriendo que los aprendices de Losantos salían de bajo las piedras. Había de ultraderecha, de centro, de izquierda e incluso alguno anarquista.
En 2002 fui a vivir al barrio de Malasaña, a ver si así encontraba un ambiente menos inhóspito. El contexto sociopolítico cambió, pero los argumentos, muy poco.
El 15-M tardó diez años en llegar. Pensé que por fin el soberanismo empezaría a verse como una puerta abierta al republicanismo, a la transformación radical de las estructuras del Estado. Quizás incluso nos podríamos coger las manos y hacer frente común con los regeneracionistas españoles.
Pero nada. La izquierda madrileña seguía mirando las reivindicaciones catalanas por encima del hombro. Las seguía viendo como el fruto podrido del victimismo, del complejo de superioridad inherente al nacionalismo burgués.
Incluso a los de la CUP, que son 50 veces más antisistema que el más antisistema de los españoles, todavía los ven como los nietos adoctrinados del pujolismo.
La izquierda madrileña —suponiendo que existe— ahora proclama, como siempre, que no puede hacer suya esta lucha. Cualquier persona que se considere progresista tiene que poner ante todo el internacionalismo, que —aquí— quiere decir ser español y no poner nunca en duda esta identidad.
No se dan cuenta de que el virus que infecta la política catalana es el mismo que atacará los que, algún día, pretendan ponerse seriamente a cambiar las cosas en España
El caso catalán ha ido evolucionando, pero este cliché anticuado y acomodaticio no se ha transformado nada. La izquierda aplica la misma plantilla ideológica ahora que en los años 70, cuando toleraba el catalanismo solo porque no cuestionaba las fronteras del Estado español.
Hoy, cuando las reivindicaciones territoriales ya se han convertido en un clamor de libertad, la supuesta izquierda madrileña continúa rígida, impertérrita, mirando este movimiento a distancia como un simple capricho pequeñoburgués.
No se dan cuenta de que el virus que infecta la política catalana es el mismo que atacará los que, algún día, pretendan ponerse seriamente a cambiar las cosas en España. No han entendido aún que las fuerzas que hoy pretenden aniquilar las ansias de libertad de Catalunya son exactamente las mismas que un día les caerán a ellos a encima. Cuando se intenten deshacer de las cadenas descubrirán, demasiado tarde, lo trabadas que están.
Del president Carles Puigdemont he oído, en el mejor de los casos, bromas y escarnio; en otros casos, como le deseaban la pena de muerte o la cadena perpetua.
Ahora que le han detenido, muchos pensarán que el problema ya está resuelto. La derecha española seguirá con su incapacidad de entender qué está pasando a Catalunya. La izquierda seguirá sin ninguna voluntad de entenderlo. El resultado será que unos y otros seguirán siendo parte del problema, no de la solución.