En esta primavera fría y húmeda, en Madrid flotaen el ambiente un sentimiento colectivo de victoria bélica. Las banderas en los balcones, las proclamas de los mulás españolistas en los medios de comunicación y la fe reencontrada por el hombre de la calle de que la unidad perenne es posible son los efectos balsámicos que ha tenido, en la capital, la oleada represiva en Catalunya.
A la España oficial la reconforta verse todavía capaz de pisar a quien sea que se interponga —como Letizia en las fotos— entre ellos y la sagrada unidad del imperio. Aunque el imperio, pobrecito, se limite ya al trozo de península que no ha ganado Eurovisión, las Canarias, las Baleares y Perejil.
Un pueblo que pisa a otros pueblos para seguir sintiéndose vivo está en la antesala de su defunción. Eso lo sabemos los pueblos que luchamos por algo más que por una bandera, un himno, un rey, un ejército o una unidad ficticia forjada a cañonazos o encarcelando a buenas personas.
Un pueblo que pisa a otros pueblos para seguir sintiéndose vivo está en la antesala de su defunción
La euforia madrileña se debe de parecer mucho a la vivida durante las últimas —y esporádicas— victorias previas a la pérdida definitiva de Cuba o a las guerras de Sidi Ifni, en que Franco ganó el prestigio como militar y perdió a cambio un testículo. Pero no importa, en un imperio que continúa en descomposición cualquier pequeña victoria se tiene que celebrar como si fuera la conquista de Egipto por Napoleón.
Mucha gente lo verbaliza abiertamente estos días refiriéndose a Catalunya como "tierra reconquistada". También he oído la expresión de que ahora "hay que reconstitucionalizar" Catalunya. En la línea del afán del exministro Wert por españolizar a los alumnos catalanes. O sea de adoctrinarlos, pero en el buen sentido.
Por todo eso, cuando vives en Madrid y oyes cada día las tertulias radiofónicas catalanas tienes la sensación de que el soberanismo vive instalado en un bucle temporal, ensimismado con las pelusas del ombligo, mientras los verdugos se sortean su cabellera.
No se entiende que en esta hora tan decisiva muchos políticos se empeñen en perder el tiempo poniendo su ego por delante de la búsqueda activa de salidas al callejón sin salida. Y eso vale tanto para los que han querido forzar hasta el último momento la investidura de Puigdemont, como para los que, a la primera de cambio, ya tiraban por la borda años de lucha haciendo bandera del pragmatismo más claudicante.
La euforia madrileña se debe de parecer mucho a la vivida durante las últimas victorias previas a la pérdida de Cuba
En Catalunya estaría bien que los políticos y los opinadores, antes de abrir la boquita, hiciéramos un ejercicio constante de contextualización histórica. No se puede gestionar del mismo modo el clásico conflicto de competencias autonómico que el nacimiento de un nuevo estado y la transición de una legalidad a otra.
Los choques tacticistas, las consignas de gabinete de comunicación y las disputas cainitas estaban muy bien en la época de Pujol, Duran, Ribó y Obiols. Pero hoy, los actores políticos catalanes necesitan tener más altura de miras, deben saber que de la gestión del actual conflicto depende la dignidad de las próximas generaciones de conciudadanos. Incluso de los que el 21-D votaron Cs, el PSC o el PP.
Hay que recordar una vez más que la sociedad estuvo a la altura de las circunstancias el 1 de octubre. Y también lo habría estado si la declaración de independencia del 27 de octubre hubiera sido efectiva y no simbólica. Nadie se habría escondido en su casa. Habríamos dado la cara aunque a alguno, seguramente, se la hubieran roto.
Por lo tanto, tengamos muy presente en todo momento que en Madrid creen que han ganado la guerra y que el desafío catalán está muerto y enterrado. No dejemos que la dispersión de nuestros políticos les dé la razón. Exijámosles la firmeza, el coraje y el juicio que nosotros hemos tenido hasta ahora y seguiremos teniendo en el futuro, cuando se nos pida.