La curiosidad es una de las primeras reacciones de quien intuye que crees en Dios. En general, la conversación enhebra muchas preguntas hechas para entender qué significa creer, qué impacto tiene la fe en una vida "normal" o cómo se impregna todo de un verdadero sentido sobrenatural, más allá de la liturgia, la tradición y la institución. Por mucho que lo intentemos los que nos encontramos en estas situaciones, hay una parte de nuestra relación con Dios que es inexplicable desde un terreno común con quien no cree. La oración profunda y sostenida en el tiempo construye una intimidad con Dios que se lo hace todo suyo: desde el trabajo hasta las birras con los amigos, desde una conversación con tu madre hasta un buen cortejo con el chico que por fin te hace caso, desde un libro escrito como es debido hasta una caricia en el momento en el que por fin te sientes preparado para recibirla. Todo lo toma esta conciencia sobrenatural y, como por arte de magia, todo lo hace lleno. El pecho empieza a latir con una fuerza transformadora y, abrazada al Infinito, el alma se abre a la vida. Son cosas realmente grandes de decir, sobre todo si tenemos en cuenta que, en realidad, Dios se hace presente en nosotros y en los otros principalmente en los detalles. En todo lo que es pequeño y rutinario, el creyente encuentra la grandeza casi sin pensar, como si se tratara de una inclinación natural —a pesar de que, en realidad, es un poco trabajada—. Hace sentir fuerte y acompañado, casi invencible. Todo es importante y todo resuena en el Cielo.

La fe y la relación con Dios hacen palanca no solo con las vidas "normales", sino también con nuestros defectos y nuestras heridas

Pero la fe no es nunca lineal. Precisamente porque se forja a través de nuestra humanidad, todo lo que nos pasa tiene un impacto sobre nuestra vida espiritual. A veces, incluso los creyentes pensamos a Dios como algo externo y elevado. Distanciado de nuestros asuntos cotidianos, quiero decir. Los santos siempre hacen de buen venerar para entender hasta qué punto todo va junto, unido. Nuestra humanidad es un instrumento para la proximidad con Dios si la ponemos a su servicio, y no un impedimento inexorable. Me ha hecho pensar en ello Carlo Acutis, un joven italiano que murió de leucemia con quince años y que este jueves será canonizado. Es curioso que las beatificaciones y las canonizaciones despierten tantas miradas desconcertadas por parte de quien no cree, cuando precisamente son la muestra de que la fe y la relación con Dios hacen palanca no solo con las vidas "normales", sino también con nuestros defectos y nuestras heridas. Omnia in bonum, decimos. Todo es para bien. Para un católico, más allá del reconocimiento eclesial —que no es imprescindible—, ser santo es una condición ante Dios. La santidad es el territorio común entre lo que es del Cielo y lo que es de la tierra e, incluso sin fe, es posible reconocer a un santo cuando uno está frente a él. Nuestra alma es sensible al bien.

Los creyentes nos lo miramos como un hito reservado para escogidos, sin asumir que, por mucho que tropecemos siempre con la misma piedra, toda piedra hace pared

Carlo Acutis utilizó Facebook para dar testimonio de su fe. Era un adolescente con dos pasiones: la Eucaristía y la informática. Se sirvió de la segunda para hacer de influencer de la primera, y por eso se habla de él como el "santo millennial". Aun siendo cierto que, generacionalmente, Acutis es millennial, estos días se ha hablado de "santidad millennial" más como un rasgo extraordinario que como una etiqueta generacional. Son muchas las vidas de santos que han tocado a otras vidas —como si las conversiones funcionaran por efecto dominó— y, a pesar de todo, a veces los creyentes nos lo miramos como un hito reservado solo para escogidos, sin asumir que todos estamos llamados a ello, que es algo de cada día y que, por mucho que tropecemos siempre con la misma piedra, toda piedra hace pared. La etiqueta "millennial" para resaltar que Acutis se sirvió de los medios de su época para ser santo, quizás no acaba de explicar la esencia de la santidad, que precisamente llama a vivir sirviéndose de estos medios en cualquier época y circunstancia para acercarse a Dios.

Que todos estemos llamados a la santidad significa que Dios no da a ninguno de nosotros por perdido, ni a quien no entiende qué significa creer

Todo lo que hace difícil la santidad es también todo lo que la hace accesible: la santidad es cada día. No es un hito irreal, es tratar nuestra realidad con la ternura de quien se sabe infinitamente querido. Carlo Acutis lo hizo en Facebook, servidora aprovecha esta columna aun sabiendo que su moralidad tiene mácula, y tú, que me lees, seguro que debes tener trabajo por hacer. A veces nos deslumbramos con lo que es grande para distanciarnos de ello inconscientemente, para abandonarlo a lo imposible y desentendernos, pero es precisamente la asunción de la santidad como una cotidianidad lo que lo ilumina todo para dotarlo de sentido sobrenatural. Es en la vida ordinaria donde entramos en contacto con quien no cree y donde podemos ofrecer una inspiración práctica, una fe vivida, una propuesta razonable de lo que, en realidad, es un misterio. La gracia, la fuerza de Dios, aparte de dar una perspectiva de esperanza, es que transforma las relaciones con los demás. Transforma entornos enteros. Que todos estemos llamados a la santidad significa que Dios no da a ninguno de nosotros por perdido, ni a quien empieza a relacionarse con él desde la curiosidad de no entender qué significa creer.