Querido Quim,
Una vez, hace más de quince años, tuve una cazadora de cuero que me hizo sentir escritor por primera vez en la vida. Era de color negro, pero yo prefería decir que era de color noche. El día que la compré, en la tienda me recomendaron lavarla siempre en la tintorería, pero no fui alertado de que aquella cazadora podía ser nociva para mi salud. Tenía la cremallera dorada y una cinta en el cuello, como un cinturón para el canesú o una cuerda para ahorcarse, aunque yo siempre la llevaba abierta. Quizás nunca jamás en la vida me he sentido tan vivo como vistiendo aquella chaqueta. Una mañana, en el bar de Letras de la UAB, una chica que me gustaba mucho -aunque ella no lo supiera- la bautizó. Te queda chula esta cazadora Monzó, me dijo mientras bebía un Cacaolat caliente y lo acariciaba con las dos manos, al igual que se acaricia un polluelo recién nacido. Miré la etiqueta de la chaqueta, ya que no sabía que fuera de una marca catalana, pero ella rio y me dijo que no, que simplemente era una cazadora propia de Quim Monzó.

Pasaron días, meses y quizás semestres. Un tiempo más tarde, después de una noche bailando en 'La Repu' de Sabadell, me levanté un viernes en su piso de La Creu Alta. Mientras desayunábamos -ella, Cacaolat; yo, un triste Granini de piña-, le leí aquel cuento tuyo que dice aquello que "era ben divertit quan arribaves, beguda i amb prats de pastisseria als ulls, i amb prou feines deies ‘hola’ i t’ajeies al sofà". Uf, dijo ella, pero en las siguientes semanas ninguno de los SMS que le envié consiguieron replicar el mismo 'uf' de placer, seguramente por eso enfermé. Me obsesioné tanto con la cazadora, devotamente, que empecé a leer compulsivamente todo lo que habías escrito, del textualisme casi ilegible de L'udol del griso al caire de les clavegueres hasta el postmodernismo de Benzina, la novela donde los personajes están tan huecos por dentro que incluso su nombre empieza por H, una letra vacía de sonido. Fue en aquella época cuando entendí que la literatura sirve, precisamente, para llenar los huecos de la vida, pero a la vez aquella cazadora me estaba perjudicando la salud. Cuando me la ponía, no podía parar de querer retratar el mundo en un papel, un post de Facebook o un texto en mi blogspot, como hacías tú cada mañana en la columna de La Vanguardia que leía en el tren.

Poco a poco fui sufriendo, cada vez más, incontinencia columnística: cuando veía o vivía cualquier cosa digna de ser explicada, inmediatamente me hacía un artículo encima. Transformar la literalidad de la vida en la literariedad de un texto, sin embargo, es tan fascinante como agotador, bien que lo sabes, por eso en los últimos años mi única obsesión ha sido la misma que a ti dices que te ha agotado: pensar el tema para el artículo de la semana siguiente. Sí, yo también he perdido las llaves de casa, me he olvidado de asistir a visitas médicas e incluso una vez, el invierno pasado, me olvidé un día de comer. Estaba pensando en el artículo del día siguiente. La patología fue en aumento, hasta que el mes de junio pasado le expliqué a la doctora que estaba agotado de pensar artículos, sobre todo porque yo no trabajo de lo que escribo. Tómatelo menos seriamente o deténte del todo, me dijo. La primera opción es más mortífera que la segunda, ya que el mal del columnismo es la cantidad de gente que escribe artículos como aquel que pulsa el botón automático de la lavadora, por eso opté por la segunda. Durante casi tres meses, pues, abrazando una particular oceanografía del tedio orsiana, me he dedicado a no pensar, no hacer y no decir.

Yo he vivido tranquilo, y el mundo todavía más. Son pocos los menores de sesenta años que leen ya diarios, motivo por el cual, dicen, vale mucho más la pena escribir tuits o directamente hacer vídeos de TikTok comentando lo mismo que se escribiría en una columna. Cuando hace un mes anunciaste que "colgabas las botas de hacer artículos" porque te aburría escribir siempre sobre lo mismo, sin embargo, pensé inmediatamente que tu jubilación, sumada a las muertes de Espinàs y de Clara-Simó, era el clavo del ataúd definitivo para el periodismo literario en catalán. Por primera vez después de mucho tiempo, volví a creer que la prensa sigue siendo todavía el mejor caballo de Troya para la literatura al alcance de todo el mundo, por eso todavía hay gente que recorta las columnas de sus autores preferidos antes de convertir el periódico del día en el papeleo que servirá para secar el suelo después de fregar. Pocos días después de esto tuyo, el azar -que siempre es sabio- quiso que me encontrara después de mil años con aquella chica de Sabadell. Fue entonces, al preguntarme qué tal me iba la vida, me di cuenta de que me te pasaba el contrario de lo que te pasa: me había cansado, precisamente, de no escribir. Hablar con ella, de hecho, me permitió recordar que la razón para escribir pueden ser el dinero o la vanidad, pero el único motor es siempre el amor. A alguien más, a una lengua o a un simple instante.

Escribo por amor a la diversión de escribir y para jugar a ser el escritor que no soy, creo, por eso después de leer la entrevista que te hizo Magí Camps donde confesabas la retirada, aprovechando estas lluvias de septiembre, revolví el armario para encontrar tu cazadora. Me la puse una tarde, con mis amigos, y todas las mesas llenas del bar, todos los atardeceres del Penedès y todos los libros que he releído me parecieron, de nuevo, prados de pastelería en los ojos. Poco a poco, con la precaución de quien camina de nuevo después de una cirugia protésica de cadera, desde hace días vuelvo a pensar únicamente en el artículo que publicaré cada viernes en ElNacional.cat, pero sin ansiedad ni sufrimiento. He vuelto a convertir la prisión en un refugio, por eso, respetando mucho tu decisión de 'colgar las botas', simplemente te he querido escribir esta nota para que no te sorprenda el paquete que te envío. Ahora que hemos entrado en la primavera de invierno, he pensado que la cazadora te hará buen servicio. Es una L, pero desabrochada te irá bien. Yo ya no la necesito, creo, ya que se me ha integrado en el cuerpo después de tantos años de vestirla, y en parte es gracias a ti. En el fondo, bien mirado, quizás escribir no sea más que mudar la piel cada mañana: nuestra mirada sobre la vida es siempre la misma, pero el mundo, si uno quiere, aún nos puede despertar cada día vestido con prados de pastelería en los ojos.
Atentamente,
P.