La red catalana ha hervido porque se ve que un chico español —Juan Soto Ivars, dicen que se llama— ha hablado sobre Barcelona después de vivir aquí doce años, diciendo que nuestra capital "es un coñazo". Aparte de los tópicos habituales imputados a la Rosa de fuego que inauguró el gran Mariscal, según los cuales Barcelona es una lata porque está llena de catalanes que quieren vivir como tales, Soto Ivars sitúa lo más preocupante de nuestra antropología en el hecho de que podemos dejar tirado a alguien cuando tomamos una cerveza, incluso si nos cae la mar de bien, para dirigirnos a otros asuntos más importantes, y también que los barceloneses no acostumbran a invitar ni a Dios a su casa: "Tengo muchos amigos y he visto muy pocas casas por dentro; aquí es donde más se nota el nacionalismo en la vida, es un giro hacia adentro donde las cosas que podrían ser dinámicas se paralizan, como todo el resto".
Hay que decir que Soto Ivars se apresura a enmendarse, aclarando que los catalanes somos gente muy abierta de mente, "con la que puedes hablar de todo; a veces se les pinta como una sociedad mucho más talibana de lo que es la gente normal". Pero empecemos con aquello que más preocupa a este cronista. En efecto, y eso es indiscutible, los barceloneses somos una gente absolutamente desconfiada de la alteridad, incluso de los convecinos. De hecho, esta es una de nuestras cualidades más extraordinarias. A diferencia de los madrileños, que pueden encadenar manta cervezas hasta caer extenuados (en busca de qué nuevo conocido esprinta mejor en el arte del gracejo), a nosotros nos encanta ingerir la birra, conversar lo indispensable, e irnos al trabajo o a ocuparnos de leer Kant. Por el mismo motivo, nuestra casa es un lugar de reposo, convivencia y cópula (si no hay más remedio), pero nunca una isla de interacción social.
Si salimos solo con los amigos de siempre no es por conservadurismo, al contrario, es porque adoramos la cuadrícula de L'Eixample, de ruta calculada y sin ningún tipo de curva hortera, nada que ose turbarnos la bella predictibilidad
En realidad, estos dos rasgos existenciales-distintivos son la mejor y más excelsa calidad de los barceloneses, que compartimos con capitales extraordinarias como Londres o Nueva York. Yo he sido uno de los grandes bebedores que ha tenido nuestra ciudad y, cuando era un borracho profesional, nunca se me ocurrió mezclar una cosa tan seria como la ingesta de un Wild Turkey con una conversación amistosa. A los mamadores catalanes nos gusta hacer el trabajo en la más estricta soledad y —incluso cuando un grupo de alcohólicos familiar se tiene que sentar en una misma mesa— después de tres o cuatro frases protocolarias, uno se dedica a paladear sin tocar los cojones a los otros borrachos. Si salimos solo con los amigos de siempre no es por conservadurismo, al contrario, es porque adoramos la cuadrícula de L'Eixample, de ruta calculada y sin ningún tipo de curva hortera, nada que ose turbarnos la bella predictibilidad.
Con respecto a los habitáculos, como he dicho, los barceloneses tenemos la decencia de reservar a nuestros hogares el papel de una estricta máquina de pensar. En casa meditamos sobre el porvenir, mientras defecamos o limpiamos el balcón de hojarasca, y eso nos regala un sentido práctico de la vida muy americano que es extremadamente útil a la hora de ir por el mundo. Invitar a un tío extranjero a casa se convertiría en un pecado y todavía sería más terrible acabar haciéndole la ensalada a un pobre cretino según el cual el nacionalismo se cura viajando o que va y nos cita a Isabel Coixet en tanto que cineasta. ¿Pero dónde se ha visto eso? En casa, por fortuna, solo hemos dejado entrar a las mujeres a quienes hemos amado (que Dios las perdone, pobrecitas) y libros, toneladas y toneladas de libros. ¿Pero un español? ¿En nuestro sofá, diciendo que somos gente con la que se puede hablar de todo pero que vivimos un poco "ensimismados"? ¡Antes, si nos hiciera falta, invitaríamos a Satanás en persona!
Todo esto no quita ninguna pizca de verdad al hecho de afirmar que "Barcelona es un coñazo", una frase estrictamente cierta, pero no porque nos larguemos de las mesas de los bares o vivamos tranquilos dentro de casa. Barcelona se ha vuelto aburrida a medida que se ha ido haciendo española, y la cosa puede comprobarse fácilmente. Mientras nos hemos mantenido en nuestra existencia misántropa y arisca, netamente catalana, los barceloneses hemos llegado a hitos olímpicos mundialmente admirados y hemos parido algunas de las mejores invenciones del mundo. Últimamente, gracias a las administraciones sociovergentes y comunistas, Barcelona ha pasado de ser una ciudad de anarquistas conservadores (con una cierta inclinación por hacer pasta) en un mezcladillo de motivados que quieren cambiar el mundo mientras prostituyen las calles con cutradas como la Copa América. Es normal que, en una ciudad descatalanizada, incluso los españoles acaben no encontrando ningún tipo de incentivo ni belleza formal.
Pero eso de este chico, Soto Ivars, no ha sido en vano. Ya lo veis, hemos sumado una persona más a la inacabable lista de gente que nunca entrará en casa, donde, en las contadas excepciones de visita, siempre obligamos los invasores a hacer bien las neutras y haber leído a Miquel Bauçà. Es algo de mínimos.