Hemos vivido estos días la aparición de informaciones sobre el caso Eduard Pujol, el cual, a falta de algunos flequillos judiciales, prácticamente se puede dar por cerrado. De esta desgraciada historia, que ha causado al hoy senador un daño personal que nadie le quitará ni le podrá compensar, quiero creer que podemos aprender algunas cosas. Es lo mínimo que todos nosotros deberíamos procurar cuando se producen estropicios como el que nos ocupa hoy. Recordemos brevemente la historia. Pujol, entonces portavoz de Junts en el Parlament, fue acusado falsamente por dos mujeres de haberlas acosado sexualmente y de otros comportamientos reprobables. Ante esto, el partido, parece que considerando un informe culpabilizador contra él elaborado por la responsable de Feminismos y vicepresidenta del partido, Aurora Madaula, lo suspendió temporalmente de militancia y lo invitó a marcharse. Pujol abandonó el escaño e interpuso una querella por injurias contra las mujeres acusadoras. Cuando se reveló que, en realidad, las acusaciones de esas señoras —con quien Pujol había mantenido relaciones afectivas, eso sí— eran una gran mentira, Junts rectificó. Primero Pujol fue elegido diputado en Madrid y actualmente es portavoz de Junts en el Senado. Una de las mujeres se ha retractado de sus acusaciones. La otra, guarda silencio.

Decía que todos nosotros deberíamos procurar sacar algunas lecciones o enseñanzas de esta historia. Pero me referiré, particularmente, a dos tipos de actores. Los partidos políticos y los periodistas y medios de comunicación.

El partido, Junts per Catalunya, lo hizo mal. Se precipitó. Junts se había creado poco antes de que empezara esta película. Estamos a finales de 2020. En ese momento, Jordi Sánchez y Jordi Turull estaban en la cárcel; Carles Puigdemont, en el exilio. Seguro que ambas cosas tuvieron que ver con las equivocaciones cometidas. La presión sobre los políticos, cuando se produce cualquier clase de problema o escándalo, es muy grande. Los periodistas exigen pronunciamientos, declaraciones, acción. Los ciudadanos están acostumbrados también a que las cosas pasen muy velozmente. Mucho más rápido que antes. Mucho más rápido que hace tan solo veinte años. La vida se ha convertido en un chorro incesante de inmediateces. Cuando la reacción no es inmediata, todos fruncimos el ceño y pensamos mal. Los medios, y mucho más las redes, instalados en la urgencia, presionan a los partidos para que se pronuncien, declaren, hagan. Si esto ya es muy difícil de soportar, cuando, además, el asunto consiste en la acusación de dos mujeres contra un hombre, a un político, una persona conocida, por acoso sexual —una lacra ciertamente real y alarmante—, la presión sobre la organización que sea y sus responsables se vuelve brutal, abrumadora. Entonces sus representantes se asustan. ¡Tenemos que decir algo, algo tenemos que hacer!, claman los responsables de comunicación. El siguiente paso, en efecto, es hablar o hacer algo rápidamente, sin tiempo para analizar a fondo lo que ha sucedido, sin pensar mucho, sin la necesaria prudencia. Muchas veces esto acaba siendo fatal. Justamente, lo primero que le dice un abogado a su cliente cuando algo así sucede es que, de momento, no diga nada. Primero, saber, analizar y pensar.

Confluyó también en este caso unos mecanismos internos enormemente débiles. ¿Cómo puede ser que, como parece, un simple y único informe, el de Madaula, provocara que el partido se revolviera con tanta contundencia contra Pujol? ¿Cómo es que no se escuchó al acusado? ¿Dónde están las mínimas garantías exigibles? ¿Dónde queda la presunción de inocencia, que no solamente es una exigencia legal, sino también moral? Sin duda, la situación de los liderazgos en ese momento y el hecho de que el partido acabara de nacer facilitaron que Junts cediera y actuara duramente contra quien era, poca broma, su portavoz en el Parlament. Que Junts cometiera una grave injusticia. ¿Actuó con mala fe Madaula al redactar un informe sesgado y abiertamente culpabilizador? No lo sabemos. Ella asegura que no. ¿Actuó con mala fe Elsa Artadi, por ejemplo, al exhibir la cabeza de Pujol públicamente? ¿Actuó otra gente de mala fe, aprovechando la oportunidad para intentar hacer descarrilar a un rival interno?

Los medios y hoy también las redes —con todo tipo de desaprensivos que publican escondiendo su identidad— ejercen una enorme fuerza. Con la transformación digital los ritmos se han acelerado hasta un punto en que son difícilmente soportables. Todo el mundo, periodistas y los que no lo son, trabaja a destajo para echar carbón a una locomotora enloquecida, que se traga toneladas y toneladas de contenido, del tipo que sea, sin inmutarse. Una locomotora que nunca tiene bastante, que siempre pide más y más. Y hay que alimentarla como sea. Eso hace que se haya multiplicado la presión que medios y redes ejercen en la esfera política reclamando que pasen cosas, y que pasen sin parar. Que los políticos digan, hagan, etcétera. Siete días a la semana, veinticuatro horas al día, sesenta minutos cada hora, sesenta según cada minuto. Sin tiempo ni para respirar, mucho menos para reflexionar, para hacer análisis calmados de las situaciones o los problemas complejos que se presentan.

Si los políticos y los partidos tienen que aprender a resistir esta enorme y continuada presión, los medios de comunicación —las redes son incontrolables—, como instituciones básicas de la vida democrática, deberían ser capaces, ellos también, de no actuar maquinalmente, alocadamente, arrastrados por la agitación, y autoimponerse, más que ahora, un análisis más esmerado y una actuación más prudente. Y más fría. Eso pasa también, entre otras cosas, por no colgar a nadie en la plaza pública un segundo después de la primera acusación. E implica, naturalmente, entender que los políticos a veces necesitan tiempo para analizar detenidamente y juzgar con cuidado y rigor para no cometer iniquidades como la que se ha producido de forma patente con Eduard Pujol.