Nuestra sesgada naturaleza humana nos induce a menudo a exagerar arbitrariamente las noticias positivas y a ignorar o relativizar injustificadamente las negativas. Pero hoy escribiré, contra natura y haciéndole justicia, sobre una muy reciente y todavía más nefasta noticia judicial. No solo, creo, para el movimiento independentista catalán, sino también, en general, para la salud democrática europea. Una noticia que, todo sea dicho de paso, ha sufrido una anómala sepultura informativa. Esta: el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) acaba de decir apenas hace unos días, con hiriente claridad, que las decisiones del Tribunal Constitucional (TC) por las cuales prohibió, en 2017, que el Parlament de Catalunya abordara ciertos debates —los referidos a las llamadas leyes de desconexión—, si bien pudieron afectar ciertos derechos de los parlamentarios, fueron “proporcionadas y necesarias en una sociedad democrática”.

Es probable que a muchos lectores les parezca, esto, una derivada judicial secundaria. Una noticia judicial más de las decenas que, siguiendo una rutina ya muy consolidada, reciben en el móvil cada semana —o cada día, según la coyuntura—. Pero no lo es. Es un hecho decisivo porque incide en el núcleo sobre el cual se construyó toda la actuación represora del Estado. Es solo a partir de la acción del TC que se prohibieron debates parlamentarios, que se abrieron procedimientos penales por desobediencia y, en última instancia, que se pudo ordenar el impedimento policial del 1-O y aprobar, después, el 155. No es poca cosa, ¿verdad?

Que el intento frustrado de independencia infringía abiertamente el orden constitucional y legal español es una obviedad que no hay que desarrollar. En esto consiste cualquier movimiento de ruptura institucional. También es una obviedad que ninguna decisión judicial ofrecerá en bandeja la independencia, a pesar de que sí puede generar argumentos que legitimen, hasta cierto punto, el movimiento. La cuestión que ahora tiene interés radica más bien en saber cuáles son los límites para los Estados —para el Estado español, en este caso— en su acción coercitiva para impedir este tipo de movimiento. Saberlo tanto respecto de hechos pasados —2017— como también, lógicamente —esto es tan importante o más—, para hacerse un dibujo mental y político de los condicionantes y peligros de futuras actuaciones.

No hay nada más radical, en democracia, que prohibir un debate parlamentario

Pues bien, ya lo sabemos: según el intérprete más relevante —por cierto, un tribunal internacional, no español; de hecho, el que tiene por función específica analizar la vulneración de derechos fundamentales a nivel europeo—, la actuación del TC fue proporcionada y necesaria. Podemos no estar de acuerdo. Yo, por ejemplo, no lo estoy: no hay nada más radical —definitivo, diría—, en democracia, que prohibir un debate —un mero debate— parlamentario. Aquí es crucial tener presente que los TC habitualmente actúan a posteriori, una vez los parlamentos han aprobado sus leyes o resoluciones, analizando su constitucionalidad. No suelen actuar a priori, impidiendo el debate parlamentario mismo. Lo que pasó fue, así pues, una anomalía. Con base legal, ciertamente —una ley del PP, por supuesto—. Pero, en todo caso, una anomalía, que, como vemos, ha sido validada, de pies a cabeza, por el TEDH. Un TEDH que incluso emplea algunas expresiones —como por ejemplo “circunstancias extremas”, “protección de la constitución” o “garantía de la integridad del Estado”— que me han recordado, poniéndome los pelos de punta, la terminología del jurista nazi Carl Schmitt. Quizás sí que vivimos unos tiempos nuevos —o no tan nuevos— y que estos están llegando, también, al TEDH. Tomemos nota.

¿Por qué es tan grave todo esto? Pues porque, a partir de ahora, cualquier otra cuestión jurídica que haya que abordarse sobre el procés tendrá que partir, necesariamente, de la legitimidad inicial —originaria, podríamos decir— de la actuación del Estado para reprimirlo. Se me ocurren, ahora mismo, dos reflexiones telegráficas. La primera: a pesar de que, ciertamente, es muy fácil hablar a toro pasado, quizás habrá que ponderar más, en el futuro, antes de presentar demandas ante tribunales internacionales, los riesgos de un hipotético fracaso en relación con los beneficios de una eventual resolución favorable —que, cuando se obtiene, no acostumbra a ser ni estridente ni completa y siempre es de muy difícil ejecución—. En este caso, el balance es estremecedor.

La segunda, la más importante y que ya he comentado en artículos anteriores: hasta que no se construya, desde Catalunya, un discurso jurídico potente y muy trabado sobre el Grupo Objetivamente Identificable de Personas (GOIP) catalán, como colectivo sistemáticamente e injustificadamente discriminado por las instituciones estatales, no podremos contextualizar adecuadamente ante los tribunales internacionales —ni, por lo tanto, ver reconocidas— las vulneraciones de derechos de que, en ciertas coyunturas judiciales y políticas, somos víctimas. Solo así, por ejemplo, un TEDH podrá ver que decisiones como las del TC que ahora le han parecido tan proporcionadas y necesarias para la democracia se insertan en un tejido más amplio y heterogéneo de actuaciones estatales que sistemáticamente van siempre en la misma dirección: limitar y restringir, tensando siempre que sea necesario el ordenamiento jurídico, los derechos de un colectivo, en este caso el catalán, por sus posicionamientos políticos. Un trabajo sobre el GOIP que, como he dicho otras veces, está pendiente de hacer. ¿Quién lo hará? ¿Cuándo?

En la ida, en Schleswig-Holstein, se ganó 5-0. En la vuelta, en el TEDH, se acaba de perder también por 5-0. Queda la tanda de penaltis: la sentencia del propio TEDH sobre las condenas del TS por el 1-O. ¿Harina de otro costal? No lo creo. El costal sigue siendo el mismo, el GOIP catalán. Feliz sábado.