Uno de los secretos íntimos de mucha gente, aunque no lo confesamos en una primera cita, es el placentero ejercicio de leer diccionarios. En mi caso, me gusta especialmente hacerlo en el lavabo. Si Espinàs decía que siempre tenía cerca el Diccionario Etimológico de Joan Coromines, yo hace un tiempo decidí dejar de leer compulsivamente las etiquetas del champú y colocar diccionarios al lado del inodoro, transformando la fisiología del momento en un instante altamente filológico. Parece mentira, pero incluso denominando el más íntimo mueble de baño es posible explicar quiénes somos.

Durante mis conversaciones filológicas en el lavabo pienso a menudo por qué nosotros no nos inspiramos en el latino inodorum (sin olor) para denominar aquello que antes se llamaba 'comuna', ya que en España también gastan el término inodoro. Siempre tan preocupados por ser los más educados del corral, los catalanes utilizamos el adjetivo 'sanitari', cuando queremos parecer elegantes, para referirnos a lo que el resto del tiempo denominamos 'vàter'. Es decir, un préstamo proveniente del inglés, como tantas otras cosas. Ahora bien, lo que es la repera es darse cuenta de que en castellano existe el retrete, que paradójicamente deriva del término catalán 'retret' -procedente del latín retractum- y que hace referencia a la persona que se aísla para hacer lo que haga falta. ¿A quién tenemos que reprochar haber perdido el 'retret'?

Hasta hace pocos días no me lo había planteado nunca, como tampoco nunca me había dado cuenta que la palabra 'número', el verbo 'escollir' o el adjetivo 'xop', todos ellos términos normativos y correctísimos en catalán, eran en realidad préstamos del castellano. Tampoco que en catalán no deberíamos decir 'ajuntament' al comú, la paeria o la casa de la vila, o que palabras que nos parecen tan nuestras como ahora bien 'amoïnar', 'llòbrec' o 'nàpia' son, en realidad, consecuencia de la penetrante y profunda salpicadura de la lengua castellana en nuestra casa, especialmente a partir de 1714. Cuando se es una de aquellas personas que procuran no decir bolso, bombilla o tonto, sino 'bossa', 'bombeta' o 'beneït', darse cuenta de que el 70% de lo que decimos es una sustitución castellana de lo que durante siglos dijimos de otra manera es, cuando menos, inesperado.

La génesis del descubrimiento, de hecho, me pilló justamente en el 'excusat'. Me encontraba leyendo el magnífico glosario que contiene la Obra Completa de Bernat Metge, editada recientemente por Barcino, cuando recibí un whatsapp de Ramon Nadal, mi primer editor, diciéndome "Llámame, tengo una cosa para ti que te gustará". Intrigado, le telefoneé y me explicó que Propuestas y Ediciones Andana acababa de publicar L'efecte Villalpando, un libro lexicográfico que recoge las casi cuatrocientas palabras castellanas que son normativas. Inmediatamente le dije no solo quería tener el libro, sino que quería quedar con el autor para tomar un café y hablar, y así es como unos días más tarde asistí a una especie de cita Tinder filológica con Frederic Perers.

En una primera cita entre dos catalanes apasionados por la filología, una de las preguntas claves es si el catalán es un dialecto consecutivo del latín o, de lo contrario, un dialecto constitutivo del occitano. Con Frederic coincidimos en la respuesta, y a partir de aquí ya todo fue de bajada. Habría sido difícil no hacerlo, ya que alguien que se ha dedicado a recopilar, ordenar y explicar los castellanismos de nuestra lengua es alguien que merece una conversación de café, una entrevista, una columna en el diario y quizás una estatua ecuestre en alguna rotonda. Rotonda, ya que estamos, es un término normativo que viene del italiano y se entiende que en su momento fue un neologismo, sin embargo 'pregonero', 'boda' o 'resar' no son palabras que designen ninguna cosa que no existiera hace trescientos o quinientos, cuando en Catalunya ya había un 'cridador' en cada pueblo, se celebraban 'noces' en cada parroquia y había un monje 'pregant' en cada monasterio.

El libro se dice como se dice en honor a José Rodrigo Villalpando, el fiscal del Consejo de Castilla que el año 1716, después del Decreto de Nueva Planta, escribió la Instrucción secreta, un documento dirigido a los Corregidores del Principado de Catalunya con "instrucciones y providencias muy templadas" con el fin de castellanizar a los catalanes. "De manera que se consiga el efecto sin que se note el cuidado", es decir, haciendo con nuestra lengua lo que tan bien les funcionó en Asturias o Aragón: que la lengua autóctona se acabe pareciendo tanto al castellano que un día ya no se considere una lengua, sino un habla. Por suerte, en Catalunya esta operación ha sido menos evidente y hemos resistido con más acierto, ya que la resistencia es el hábitat natural de los catalanes, pero eso no impide que el mismo Salón de Cien del Ayuntamiento de Barcelona, hoy, sea lo que antes del siglo XVIII se había llamado siempre Sala de Cien de la Casa de la Ciudad.

¿Por qué decimos más 'nevera' que frigorífic? ¿Por qué de las conferencias de prensa preferimos decir 'roda de prensa'? ¿Por qué ya nadie habla de las sales de operaciones y todo el mundo dice 'quirófano'? Durante exactamente una hora estuvimos haciéndonos estas preguntas con Frederic, mientras le confesaba que algunas palabras escritas por Bernat Metge como 'lloçania', 'gramalla' o 'blasfemar' no tengo ni idea de qué quieren decir. "Claro, son del siglo XIV, antes de la unión dinástica entre Ferran e Isabel," me dijo. Tenía razón. A pesar de aquello, el catalán ha resistido durante siglos al efecto Villalpando y ha llegado vivo, lo bastante genuino, hasta hoy. La pregunta, ahora que sabemos que kebab, blíster o catering son los nuevos términos aceptados por el DIEC, es saber si nuestra lengua sabrá sobrevivir a otro efecto tanto o más peligroso: el efecto 2000, que no era un colapso informático de final de milenio, sino esta globalización que todo lo uniformiza. También, incluso, los diccionarios.