Castillo era un teólogo (acaba de morir a los 94 años) que pedía a los católicos quemados que no abandonaran la Iglesia, "porque tenían que hacerle la vida imposible". José María Castillo era un hombre cáustico, odiado por los más conservadores, adorado por movimientos que en él veían a un profeta, a una persona sin pelos en la lengua, a un creyente empoderado que no tenía miedo a nada ni a nadie. Catedrático sin cátedra (le retiraron el permiso para enseñar porque era demasiado progresista), siguió dando la tabarra con socarronería. Hace pocos meses estuvo aquí y volvió a decir que la religión era un estorbo para el mensaje de Jesucristo, que iba por otros canales, más saneados y nada institucionales. Cuando yo estudiaba teología, sus libros eran material peligroso, inflamable, de alto riesgo. Leer a Castillo era desafiar a la autoridad. Sus libros destilaban vida: los recuerdo en el almacén (y en la sala de lectura) de la biblioteca de la Pontificia Universidad Gregoriana, donde había estudiado y era profesor invitado: estaban gastados, subrayados, castigados, vividos. Él era sus libros.
Castillo es una metáfora de la resistencia, de la desobediencia y de la rehabilitación, incluso papal
Fue un azote para obispos y curas, que reconocían su autoridad (fue un sacerdote doctor jesuita formadísimo), pero que tenía una visión de la doctrina muy distinta a la predominante. Con Ratzinger sufrió, y con Francisco ha vivido una rehabilitación (el Papa lo ha recibido y le llamó directamente dos veces). Su martillo no quería hacer daño ni zurrar la badana a las jerarquías por divertimento. Se lo creía. Estaba convencido de que la Iglesia católica se había anquilosado en una mentalidad y forma de actuar medievales que no conectaban nada. Algunos hemos dedicado nuestra tesis doctoral y años de bibliotecas y experiencia a estudiar estos obstáculos en la conexión, y todavía estamos dándole vueltas. El mensaje no parece ser el problema, sino los mensajeros y el canal.
A Castillo lo apartaron de la enseñanza por prescindir de la obligada referencia a la tradición y al magisterio. Los títulos de sus libros eran bastante clarividentes: La alternativa cristiana. Hacia una iglesia del pueblo (1978), Dios y nuestra felicidad (2001) o Los pobres y la teología, ¿qué queda de la teología de la liberación? (1997). En un mundo donde somos conscientes de que las estructuras oprimen y de que las personas quedan arrinconadas, él planteaba un proyecto comunitario y serio que pudiera ofrecer esperanza a quien ya no tiene, y mantenerla a quien la conserva, pero también le flaquea. La historia está llena de condenas y rehabilitaciones. Las personas hacen y deshacen, nacen y mueren (a algunas las matan y las oprimen en vida). Castillo es una metáfora de la resistencia, de la desobediencia y de la rehabilitación, incluso papal. Los espíritus que miran a largo plazo pueden comprender la montaña rusa de las trayectorias audaces y difíciles. Hombres como Castillo han dado la lata a la autoridad, han sido una piedra en el zapato, un estorbo incómodo. Y, sin embargo, su cantinela contenía esbozos proféticos que ahora oímos en plataformas institucionales. Muere Castillo, pero deja todo un reino.