Pensaba que nunca llegaría el día, pero ahora ya puedo decir que por primera vez en la vida he comprado en catalán en Wallapop. Es un milagro jubiloso, como sabéis, ya que en esta jungla barnizada de comodidad que es la aplicación de compraventa de productos usados más famosa del mundo, sobrevivir o salir victorioso de un trato no es nada sencillo, pero hacerlo en catalán ya es directamente una proeza. A primera vista, Wallapop no es más que la virtualización del típico mercado de pulgas donde alguien vende jarras, boinas como las que gastaba Salvador Seguí o libros viejos de Terenci Moix, pero en realidad es una recreación de la Bolsa de Nueva York con compradores y vendedores gestionando los conceptos oferta y demanda con más sangre fría que Lewandovski delante del portero en un 1 contra 1. Si el polaco sólo tiene entre ceja y ceja el gol, en Wallapop sólo importa un aspecto: el precio, sea para vender caro o para comprar barato. Por suerte, como todo el mundo sabe, el lenguaje del dinero es universal porque cualquier lengua es válida por hacer tratos, si dos quieren. Por desgracia, siempre y cuando la lengua no sea el catalán, claro.

Me explico. Hasta hace dos días, toda mi trayectoria en Wallapop vendiendo colchones o procurando comprar muebles para el lavabo se basaba en mensajes sin responder al chat o respuestas en castellano, pero anteayer pesqué con fortuna. Trabajo de director creativo en el mundo audiovisual y necesitaba la camiseta de la selección francesa de 1998 para el rodaje de un programilla de televisión en el cual hablamos de la relación entre Albert Camus y el fútbol, pero no la encontraba en ningún sitio. Acudí a Wallapop como última opción y sintiéndome, nunca mejor dicho, un extraño, pero resulta que a un radio veinte kilómetros de Barcelona había tres en venta. Algunas de más caras y otras de más económicas, pero eso sí, ninguna de ellas con la descripción del producto en catalán. De las tres, probé suerte con una que valía 25€. Envié el primer mensaje al chat en catalán, como hago siempre, pero sorprendentemente esta vez no existió ghosting lingüístico: el vendedor me respondió en catalán y nos entendimos en un abrir y cerrar de ojos, ya que quizás la fama de tacaños es cierta y nos la hemos ganado a conciencia, pero todavía es más cierto que los catalanes no regateamos un precio ni borrachos de vino.

Es preocupante que una lengua con 10 millones de hablantes no sirva para vender un anorac de esquiar o para abrir fuego en un chat mostrando interés por una bicicleta estática

Hubo un tiempo, no muy lejano, en el que un fabricante de Terrassa y un comprador de Mataró, incluso viviendo bajo el yugo del franquismo, hacían tratos en catalán por la sencilla razón que los dos vivían en Catalunya y hablaban catalán. Lógico. Somos herederos de los fenicios y, por lo tanto, somos un país de comerciantes que siempre han sabido que la confianza —y la lengua otorga siempre confianza— es un elemento básico para hacer buenos negocios, pero en cambio ahora no sólo es normalísimo que alguien de Castellterçol venda en Wallapop un colchón de segunda mano y describa el producto en castellano, sino que la chica de Prats de Lluçanès que desea comprarselo es altamente probable que le abra el chat privado también en castellano. Somos así de bobos. Si eso pasa, el vendedor verá que la compradora se llama Mercè, le responderá en catalán, ella verá que él lleva una camiseta de Brams en la foto de perfil y, sin ningún fundamento lógico pero gracias al poder de la psicología y al hecho de creer que el vendedor es alguien que también se emociona cantando "Sempre més", la compradora ya no tendrá miedo de que aquel vendedor moianés le suelte un colchón de muelles más cutre que el de una casa de colonias y, finalmente, cerrarán el acuerdo.

En mi caso, el vendedor del maillot y yo quedamos al lado de la plaza de las Glorias, en la Farinera del Clot, que para mí queda donde Cristo perdió la alpargata. Diez minutos antes de la hora prevista llego, tomo un café y espero al tío en cuestión, del cual sólo sé que se llama Òscar. Así, con acento abierto. Me envía un mensaje inesperado donde me pregunta si mantenemos la hora de la cita y si ya estoy de camino. Le digo que ya he llegado. "Vale, era para asegurarme, es que con esta p*ta aplicación me han dado plantón muchas veces", me escribe. Le comprendo, ya que la transacción de un producto por Wallapop es una cosa muy extraña y fría: antiguamente, los códigos urbanos de la compraventa de droga decían que cuando un camello te vendía veinte euros de hachís, por ejemplo, como mínimo te decía que te hicieras un porro allí y se establecía una mínima conversación, pero en Wallapop todo es tan rápido e impersonal como una caja de pago automático del Decathlon. De golpe mi dealer aparece. Hombre de unos treinta-larguísimos años, joven pero maduro, delgado pero rehecho. Barba de tres días, camisa de cuadros y pinta de jugar a pádel con los colegas pero con más ganas de hacer las birras de después que de ganar el partido. Lo saludo y procedemos a la transacción.

Me da la camiseta, me la miro, le digo que mola y me dice que quizás me irá grande. Es una L. "No, no es para mí, es para grabar un programa de tele". Por sorpresa mayúscula mía, de golpe me dice que le sueno de alguna cosa y me pregunta si escribo en ElNacional.cat. Helado, le digo que sí. "Me sonabas de haberte leído", afirma. Le digo que gracias y que la camiseta es para el presentador del programa, del cual le digo el nombre. "Un honor, pues, soy patreon de ellos", me dice mientras dudo si todo aquello no es realmente una cámara oculta. "Yo también, evidentemente", le respondo altamente perplejo. Después, sin más inri, reímos mientras nos damos la mano, nos deseamos suerte en la vida y nos despedimos amablemente. Mientras él se marcha calle Ciutat de Granada abajo con 25€ en el bolsillo y yo voy hacia el metro con una camiseta de Francia que no me pondré nunca en la vida, no puedo evitar pensar en la certeza que Catalunya no sólo es el país más pequeño del mundo y donde todo el mundo se conoce, sino también lo mejor.

El pensamiento, sin embargo, es tan efímero como la transacción con mi vendedor. Poco después de llegar al andén recibo un mensaje de un tal Sergi que me pregunta, en castellano, si todavía tengo a la venta un radiador eléctrico que hace semanas que me quiero sacar de encima. Le respondo en catalán, y cuando él sigue chateando en catalán sin problemas pienso en que es preocupante que una lengua con diez millones de hablantes no sirva para vender un anorac de esquiar o para abrir el fuego en un chat mostrando interés por una bicicleta estática, ya que las lenguas sobreviven cuando son necesarias para vivir, también en aquellos aspectos de la vida que menos necesario nos parece utilizarla. Por eso, a pesar de la alegría de haber hecho una compra en catalán a Wallapop, hoy no he decidido escribir este artículo después de brindar con cava porque cuando Mercè Rodoreda dijo que "la lengua es el alma de un país y merece muchas atenciones", poco se imaginaba que los habitantes de su país, cuarenta años después, dejaríamos de lado el catalán para hacer negocios entre nosotros, ni que sea en un inmenso bazar virtual que funciona por geolocalización. Poco nos imaginamos nosotros, tampoco, que lo que estamos haciendo cada vez que actuamos así es también vender progresivamente la lengua al peor comprador posible: el olvido.