El odio a los catalanes es el aglutinante primario de la españolidad. El anticatalanismo y la catalanofobia son, en el fondo, la misma cosa: la voluntad de cortar de raíz cualquier cosa que pueda parecer demasiado catalana, que pueda explicar que la catalanidad es una identidad que puede existir sin depender de la españolidad, que pueda priorizar unos intereses que no encajen con la escala de intereses castellanos. Una es la cara política de la otra. Me hicieron pensar en ello las declaraciones de Isabel Díaz Ayuso, el sábado pasado, en las cuales hacía pasar sus deseos por hechos históricos: "Ni Catalunya, ni el País Vasco, ni Navarra han sido una nación ni lo serán". También me ha hecho pensar el me cago en los muertos de todos los catalanes de José Manuel Calderón Portillo, jugador del Córdoba Club de Fútbol, en un momento de celebración eufórica.

La catalanofobia es la excusa del españolismo para justificar su dinámica homogeneizadora y convertirla en una necesidad que hay que cubrir si se quiere aspirar al bien común. Más allá del psicoanálisis al españolismo y el análisis político de todas las formas que toma la catalanofobia dentro del sistema democrático, lo que me parece relevante diseccionar es la distancia entre cómo los catalanes pensamos que el odio de los españoles nos resbala sobre la piel —siempre desde los ataques estupendos de dignidad— y cómo su odio histórico nos ha acabado desfigurando nuestro carácter. Es decir, cómo nos enfrentamos a ello desde lo público y cómo nos impregnamos de ello en lo privado.

"El anticatalanismo, igual que el antisemitismo o cualquier otra forma de racismo, se piensa mejor con la estructura de los celos. Los celos siempre son patológicos independientemente de lo que tu pareja haga o sienta (...) En términos políticos, el odio al otro es una fantasía que te susurra que todo sería tan ideal y tan perfecto si los catalanes / los judíos / los inmigrantes no existieran". Cuando me interesa explicar de dónde sale la catalanofobia, me apoyo en esta idea del filósofo Joan Burdeus en "Amnistia i gelosia". Ante esta patología política de la que más o menos todo el mundo toma un pedazo, los catalanes nos hemos acostumbrado a convertir nuestra catalanidad en una habilidad para moderarnos. Queriendo protegernos, queriendo huir del odio cuando lo tenemos delante de las narices —indignándonos o denunciándolo desde unos valores democráticos que no hacen ni cosquillas—, hemos convertido el instinto de supervivencia en nuestro atributo más genuino. Haciéndolo, sin embargo, hemos olvidado por qué nos esforzamos en sobrevivir.

Los catalanes nos hemos acostumbrado a convertir nuestra catalanidad en una habilidad para moderarnos

Políticamente, hay quien confronta el anticatalanismo obviando la parte patológica y alimenta la esperanza de un reformismo imposible. Nos moderamos para convertir el odio español en algo que, al menos intracomunitariamente, pueda jugarnos a favor. Hacemos cálculos para esquivarlo públicamente. Tras este cálculo, sin embargo, la catalanofobia nos atrapa íntimamente: pensando que podemos rodearla sin saltarla nos hacemos prisioneros de ella. Precisamente, si nos vemos a nosotros mismos evaluando cómo contenerla públicamente con las consecuencias menos perniciosas, es que ya no estamos dispuestos a cortarla de raíz. Los catalanes nos hemos especializado en trampear el españolismo patológico para poder seguir existiendo hasta convertir el trampeo en uno de nuestros atributos de carácter más distintivos. Más allá de los casos de autoodio evidentísimos, del asco a la barretina, de este mismo lugar salen las cobardías políticas más obvias y los cambios de lengua recurrentes más discretos.

Nuestra identidad es una recámara donde hace demasiados siglos que resuena el mismo eco en la misma dirección. Tal como las paredes de una habitación se deformarían si rebotara una pelota siempre en las mismas zonas, así se ha ido desfigurando el carácter catalán en lo más profundo. En el capítulo "Que la somio completa" de La supèrbia (Fragmenta Editorial), el filósofo Jordi Graupera escribe: "Las costumbres sociales son siempre una expresión de la violencia soterrada en la memoria de generaciones". Desvincularnos de la patología española es la única manera de construir un carácter propio —o de volver a él— que no se explique mayoritariamente por la violencia soportada y legada. No me refiero a obviar la catalanofobia —represión política violenta y no violenta— que nos ha deformado hasta hoy, sino a desvincularnos de ella psicológicamente desde la autoconciencia. Nuestro instinto está hecho de lo que, durante generaciones, han sido nuestros miedos. Si seguimos empujando a base de instintos, no haremos más que perpetuarlos. Sufriremos ataques de dignidad cada vez que alguien nos diga hijos de puta por ser catalanes, mientras por dentro nos reconfiguraremos para que dejen de decírnoslo, para encontrar la cura de una patología que no requiere cura: requiere sometimiento. Adaptarnos a su odio en silencio, reestructurar nuestro carácter como si hubiera la posibilidad de ser catalanes sin sufrir catalanofobia, es la manera más peligrosa de odiarnos.