El catalán de primera, de entrada, es alguien que no sufre por el futuro de su idioma. Tenga los apellidos que tenga, en ningún momento su lengua de origen ha sido amenazada como lo ha sido y lo está la mía. Puede utilizarla con normalidad en la televisión, en la prensa, en el bar, en las redes, en el hospital o en la discoteca. Tengo envidia de estos catalanes de primera, que tienen el 99% de las sentencias judiciales escritas en su lengua y que no tienen que hacer filigranas para arañar pequeños avances y pedir perdón por proponerlos. Ellos tienen, además, el privilegio de compartir su lengua con millones de personas en todos los continentes. Y un Estado que la protege, y ningún Estado que vaya en su contra. Y, en lo que se refiere al gobierno autonómico, la ventaja de poder reclamarle todos los derechos de lengua cooficial. En todos los ámbitos. También en la escuela. Ellos son la lengua del cine (incluso el subvencionado por el gobierno catalán), de los best-sellers y de los premios millonarios, de YouTube, de TikTok y de la hora del recreo. Me alegro mucho por ellos, sinceramente. Con envidia.

Si yo fuera un catalán de primera, podría limitarme a votar derechas o izquierdas y hacer discursos sobre Palestina o sobre el sindicato de inquilinas. Como tengo la manía de querer algo tan malévolo como la independencia, y de asociarlo a progreso (sí: a progreso), y de defender que el tema se aborde democráticamente, soy sospechoso de entrada. Burgués, por definición, supremacista por defecto y potencial terrorista de salida. A mí se me buscan papeletas debajo de la cama, se me hace dormir en una escuela y se me pega por defender urnas. También se me puede castigar aleatoriamente, ya sea por desobediencia, por sedición, por rebelión, por traición, por malversación o por adulterio, si es necesario. De mi cuenta fantasma en Suiza, no hace falta ni que hablemos. Se puede espiar mi móvil en cualquier momento y se me puede inhabilitar hasta que convenga o hasta que ganen los catalanes de primera, los que de verdad gobiernan "para todos". A mí solo se me da la alternativa de acatar, pasar página, pedir perdón y hablar de temas más "convivenciales". Debatir sobre los temas que impone Sílvia Orriols en el Parlament, en cambio, no "divide la sociedad". De lo que se trata es de asegurarse de que nunca más vuelva a hacerlo. Por mi bien, por supuesto. Para que no me haga más daño a mí mismo.

Los que tenemos la mala suerte de no tener ningún apellido castellano y, por tanto, una barquita en Cadaqués, debemos entender que es totalmente imposible que hayamos sufrido discriminación alguna

Con un carnet de buen catalán, yo estaría más cómodo con las leyes que nos hemos dado entre todos. Me levantaría con el himno correcto, votaría con placer todo lo que dijera Pedro Sánchez y cuando quisiera Pedro Sánchez, me sentiría protegido cuando pasara por delante de un policía o un militar, tendría representación directa en los organismos internacionales y en los Juegos Olímpicos y mi rey —aunque yo fuera republicano— poco o mucho me representaría. Mi día nacional no conmemoraría ninguna derrota, sino la conquista del Nuevo Mundo. Mi DNI no diría ninguna mentira podrida, y además sabría que la Constitución es inmodificable sin el visto bueno de quienes son como yo. Recibiría la misma discriminación que un catalán de segunda en financiación, en infraestructuras, en servicios o en calidad democrática, pero al menos tendría todas las ventajas de la normalidad. De ser normal.

Alguna razón tendrán, los catalanes de primera, para hablar de "heridas todavía abiertas". Seguro. Incluso en un país en el que han podido progresar, donde se ha hecho una buena apuesta por la convivencia, y donde se les invitó incluso a dar su opinión (pacíficamente) sobre si había que continuar dentro de España. Los que tenemos la mala suerte de no tener ningún apellido castellano y, por tanto, una barquita en Cadaqués y acceso directo a las empresas del Ibex, debemos entender que es totalmente imposible que hayamos sufrido discriminación alguna. O exilio alguno. No, nosotros no, y nuestros antepasados ​​menos. No merece, nuestra causa, discurso alguno en los Gaudí (ninguno, que el silencio fue totalmente general). Nosotros somos insolidarios, caprichosos, esencialistas, divisores y amargados. Por eso entiendo perfectamente que haya quien quiera desmarcarse de nosotros. Dejar clara la diferencia. Solo les digo que no se preocupen, que ya ha quedado lo bastante claro. Mensaje más que recibido.