Hace siete años voté por última vez y leí por primera vez que los ciclos políticos tienen una duración de siete años, según Francesc Pujols. En aquel momento, el año 2017, en Catalunya había dos millones y pico de personas movilizadas en la calle y en las urnas a favor de un país nuevo, pero también 1.800.000 votantes que en las elecciones del 21-D apoyaron el bloque unionista formado por Ciutadans, el Partido Socialista o el Partido Popular. También hacía muy poco que se había cerrado el canal infantil 3XL, que TV3 había estrenado la última gran serie de éxito en catalán y de producción propia, Merlí, o que en China se había estrenado una aplicación denominada TikTok que todavía nadie conocía en nuestra casa. Hace siete años nadie se preocupaba por la castellanización de los jóvenes catalanes en las redes sociales, sin embargo, aunque la encuesta de usos lingüísticos decía que el 36'6% de ciudadanos de Catalunya tenía la lengua catalana como lengua de uso habitual, diez puntos por debajo de las cifras registradas el año 2003. Si de datos hablamos, hay que decir que hace siete años un 44% de los menores de 35 años eran propietarios de una vivienda, el precio del alquiler medio en Barcelona era de 845€ y el déficit fiscal era de 20.770 millones.

En siete años, casi la mitad de aquellos dos millones de catalanes que nos creímos el Primero de Octubre ha decidido no visitar el colegio electoral. En siete años muchos han dejado de creer que para que vuelva al president hay que votar al president, quizás porque en siete años los inventos de la Crida Nacional, el Consell per la República y finalmente Junts+Puidemont por Catalunya no han dado muestras de tener claro cuál era el rumbo a seguir. En siete años Esquerra Republicana sí que parecía saberlo, pero ha ampliado tanto la base a ambos lados que finalmente ha acabado perdiendo la base central, a pesar de reabrir el SX3, crear la plataforma 3Cat o ser el primer gobierno de la historia con una conselleria de Igualdad y Feminismos. En este tiempo la CUP ha seguido dirigiéndose a la gente de la calle como si todo el mundo hablara con la retórica de una asamblea en un casal popular, por eso en siete años los jóvenes catalanes que ni de coña leen artículos como este se han alejado de la política y se han acostumbrado a mirar youtubers, influencers o tiktokers que no solo no hablan catalán, sino que cuando hablan de política lo hacen con un marco mental español y a menudo de extrema derecha. En siete años, además, ya solo el 32% de los menores de 35 años son propietarios de su casa, el precio del alquiler en Barcelona es de 1.150€ y el déficit fiscal es de 22.000 millones. Pero en siete años, sin embargo, de aquellos 1.800.000 votos unionistas en las elecciones del 2017, la suma de votos del PSC, PP y VOX en las elecciones del 2024 a duras penas llega a 1.200.000.

Dentro de siete años, pues, es posible que los catalanes que no quieren romper con España sigan siendo menos de dos millones, mientras que no tengo ninguna duda que los catalanes que soñamos un país libre seguiremos siendo más, aunque el año 2024 hayamos decidido demostrarlo quedándonos en casa. Si dentro de siete años queremos estar mejor que hoy, alguien tendría que empezar a entender que perder 800.000 votos es un dato que se lee usando la palabra 'abstención', pero que se tiene que pronunciar con el término 'hacer limpio' ya que la Catalunya del 2017 no puede seguir secuestrando la del 2024. Dentro de siete años será necesario haber recuperado a los millares de independentistas que no es que hayamos dejado de serlo, sino que hemos perdido la confianza en unos liderazgos y unas siglas que parecen vivir con la cabeza en el pasado, más que en el futuro. Dentro de siete años Catalunya no habrá tenido solo que avanzar en su conflicto político con el estado español, sin embargo, sino que también necesitará afrontar la otra gran amenaza de una nación sin estado como la nuestra: la globalización. Dentro de siete años, las personas que trabajen por un país mejor habrán tenido que parar la hemorragia nacional que sufrimos, la precarización de los servicios esenciales como la sanidad y la enseñanza, la amenaza lingüística que representa el bilinguismo cada vez más feroz y, sobre todo, la ruina del modelo económico de este país convertido en un parque temático de la turistitzación, ya que tener un sueldo digno hoy a pesar de haber estudiado no es fácil, pero todavía es más grave que tener un alquiler decente con este sueldo digno ya se ha convertido directamente en una quimera.

Yo de política no sé demasiado y espero que esta sea la primera y última columna política de mi vida, pero si en los últimos siete años nos parece que todo ha ido de más en menos, seguramente, esto es debido a que hace siete años nadie pensaba en el país de siete años más tarde, por eso convendría que ahora no cometiéramos el mismo error. Mientras la política catalana ha quedado congelada en el 2017, el mundo ha seguido avanzando a un ritmo el doble de rápido de lo que transcurría la vida dentro del Parlamento de la Ciutadella, quizás por eso las únicas migajas de esperanza han crecido en los márgenes, allí donde los catalanes hemos demostrado siempre que tenemos una capacidad de resiliencia innata. Hace siete años no teníamos millones de audiciones en Spotify de música en catalán, no teníamos a Eva Baltasar siendo finalista del Premio Booker y no teníamos Alcarràs triunfando en los cines de todo el mundo. Hace siete años quizás tampoco nadie recordaba que si estábamos donde estábamos es porque siete años antes, en el 2010, unas consultas populares sobre la independencia nacidas desde los márgenes habían sacudido la política nacional, por eso sé que la única manera de vivir en una Catalunya integrada en el mundo global pero orgullosa de su pasado milenario y su cultura universal, dentro de siete años, es consiguiendo que los que nos han decepcionado en estos últimos siete años tomen conciencia que el pueblo sigue ahí, como lo estaba en 2010 o en 2017, pero que si queremos seguir estando en 2031, y ser todavía más, hacen falta dos cosas: vacunarnos contra el desánimo, pero también cambiar de pantalla. Ni que sea por respeto a Francesc Pujols, pero sobre todo, por amor a esta tierra que no solo es destino de muchos sueños, sino que tiene que aspirar a ser, también, el origen de todos ellos.