Barcelona, 6 de julio de 1713. Hace 311 años. Siete días después de la evacuación de las últimas tropas de la alianza internacional austriacista. Catalunya se había quedado sola en la guerra contra el eje borbónico francoespañol, y los Tres Comuns (la reunión de la Generalitat, el Consell de Cent de Barcelona y el Brazo nobiliario o militar) votaban la resistencia a ultranza. Aquella decisión abría la que, en las cancillerías borbónicas de París y de Madrid, sería llamada la Guerra de los Catalanes (1713-1714) que, en realidad, era la última fase de la Guerra de Sucesión hispánica (1701-1715). Los Tres Comuns se conjuraron para poner todo el esfuerzo bélico en aquella contienda. Pero no lo fiaron todo a las armas; sino que abrieron y mantuvieron unas ambiciosas negociaciones con las cancillerías de los antiguos aliados (Londres, La Haya y Viena) que habrían podido cambiar el curso de la historia.
Los embajadores de Catalunya
La Junta de Guerra de Catalunya, constituida el día que los Tres Comuns votaron la resistencia a ultranza (6 de julio de 1713), y que hasta la capitulación de Barcelona (12-13 de septiembre de 1714) sería el gobierno, de facto, del país; nombró a tres embajadores con plenos poderes para negociar la reversión parcial o total del Tratado de Utrecht (abril-junio, 1713) que había provocado la retirada aliada de Catalunya. Felipe de Sacirera es enviado a La Haya, entonces la capital de los Países Bajos independientes. Francisco de Berardo i Espuny es enviado, momentáneamente, a Londres. Hasta que el antiguo representante catalán en la capital británica, Pablo Ignacio de Dalmases, puede recuperar su misión y Berardo se marcha a Viena. Dalmases, Fernando y Berardo serían los protagonistas de una guerra paralela que se libró en los despachos de las cancillerías.
Los Tratados de Partición
La declaración de resistencia a ultranza, es decir la voluntad de mantener los compromisos adquiridos incluso en una situación de inferioridad militar, siempre ha estado rodeada de un aura mítica. Pero aquella declaración, fruto de una votación que se resolvió con 75 votos a favor de la resistencia y 45 a favor de una capitulación honrosa, no era una invitación al martirio. La Junta de Guerra, el gobierno de facto de Catalunya, consciente de que los contendientes (tanto los aliados austriacistas como el eje borbónico) habían negociado una paz por el agotamiento de sus recursos, trazó una estrategia que se inspiraba en aquellos proyectos esperanzadores anteriores al estallido de la guerra que habrían podido impedir el conflicto (1698 y 1700): los Tratados de Partición; firmados, precisamente, por los mismos actores del posterior gran teatro bélico de la Sucesión hispánica (1701-1715).
La amenaza
En 1698 todas las cancillerías de Europa tenían cuello abajo que el rey hispánico Carlos II ni engendraría descendencia ni viviría mucho más tiempo. A pesar de su juventud (tenía treinta y tres años) su mal estado no aventuraba nada bueno y este hecho generaba una gran inquietud, porque los candidatos que se proponían a suceder el decrépito monarca hispánico amenazaban con romper el equilibrio europeo alcanzado medio siglo antes (Westfalia, 1648), con el tratado de paz que ponía fin a la larga y sangrante Guerra de los Treinta Años (1618-1648). Por este motivo, las principales europeas del momento (Francia, Inglaterra, Países Bajos y Austria) se reunieron en La Haya y negociaron y pactaron —aparentemente a satisfacción de todas las partes— una solución para evitar la ruptura de aquel equilibrio y el estallido de un nuevo conflicto: el Tratado de Partición (11 de octubre de 1698).
El Tratado de Partición: una solución para evitar el conflicto
En aquel tratado se proponía que José Fernando de Baviera, un niño de cinco años —de la Casa Habsburgo— que era nieto de Margarita de Austria, prima hermana del rey hispánico Carlos II, obtuviera los Estados peninsulares hispánicos y las colonias hispánicas de América. Que Luís Delfín de Francia —de la Casa Borbón— (hijo primogénito y heredero de Luis XIV), obtuviera los reinos de Nápoles y Sicilia (que eran parte del Imperio catalán medieval que, en el siglo XV, Fernando el Católico había aportado a la monarquía hispánica) y, también, el ducado de Toscana (haciendo valer los derechos que le venían por su bisabuela Médici). Y que Carlos de Habsburgo (el futuro candidato de los catalanes durante el conflicto sucesorio) obtuviera los Países Bajos hispánicos (la actual Bélgica) con la misión de consolidar un Estado-tapón entre Inglaterra, los Países Bajos independientes y Francia.
Un tratado con poco recorrido
Aquel tratado —aparentemente firmado a satisfacción de todas las partes— enseguida fue cuestionado. El 6 de febrero de 1699, la figura de consenso, José Fernando de Baviera, exhalaba de forma misteriosamente sospechosa. Todas las miradas se giraron hacia el Espía Mayor del Reino, un siniestro personaje al servicio de la cancillería de Madrid. Pero también hacia Carlos de Habsburgo y hacia Luís Delfín de Francia; es decir, hacia las cancillerías de Viena y de Versalles. Mientras José Fernando estaba vivo y no conocía el destino que lo esperaba (1698-1699), Viena y Versalles ya imaginaban un escenario sin el heredero e invertían grandes cantidades en la compra de voluntades y en la creación de sus respectivos partidos en la corte de Madrid. La muerte de José Fernando no anunciaba la caducidad del tratado, sino que ponía sobre la mesa la exigencia de Francia y de Austria a reabrirlo y a renegociarlo.
El Segundo Tratado de Partición
Al principio del año 1700, las potencias firmantes del Primer Tratado de Partición se reunieron, de nuevo y en Londres, para renegociar el viejo acuerdo. Carlos de Habsburgo sería el gran beneficiado de aquella nueva tanda de negociaciones. Mantenía los derechos del Primer Tratado sobre los Países Bajos hispánicos —la actual Bélgica. Y ganaba la posición que había ocupado el difunto José Fernando: se le reservaban los Estados peninsulares hispánicos, las colonias hispánicas de América y, de propina, la isla de Cerdeña. Sin embargo, en aquella nueva tanda negociadora el Delfín de Francia no perdió ni una migaja. Se le confirmó la futura posesión sobre la práctica totalidad de la península italiana (Sicilia, Nápoles, Toscana, parte de la Liguria) y, también de propina, una pequeña balconada sobre la península Ibérica: la provincia hispánica de Guipúzcoa. Era el 12 de marzo de 1700.
La guerra: un instrumento y no un fracaso de la diplomacia
El 1 de noviembre de 1700 moría Carlos II. Y el 15 de noviembre Luis XIV se saltaba el Delfín y todos los tratados firmados y haciendo valer un testamento falsificado a conveniencia de los Borbones (el de Carlos II), coronaba a su nieto Felipe nuevo rey de la monarquía hispánica. Aquella provocación, que se escenificó en los salones de Versalles, sería el verdadero inicio de la Guerra de Sucesión hispánica. El 9 de julio de 1701, la guerra diplomática se trasladaba a los campos de batalla de Carpi (cerca de Módena). Pero aquel conflicto, que tenía que ser lo bastante ruidoso y fugaz, a partes iguales, para sentar —de nuevo— a los contendientes en una nueva tanda negociadora, se complicó y alcanzó por la entrada de nuevos e imprevistos actores en escena: el cambio de bando de Saboya y de Portugal hacia la alianza austriacista (1703); y la incorporación de la Corona catalanoaragonesa a la causa de Carlos de Habsburgo (1705).
El Tercer Tratado de Partición
Durante el conflicto sucesorio se produjo un gran distanciamiento entre Luis XIV y Felipe V. El de Versalles fue perdiendo —y con razón— toda la confianza que tenía en su nieto. Después de la Batalla de Torrero, a las afueras de Zaragoza (20 de julio de 1710), de donde Felipe V huyó disfrazado con la blusa y las enaguas de una molinera, Luis XIV, totalmente decepcionado, activó un plan diplomático que sería el tercero y último intento de partición. Para Felipe V (o incluso, para Felipe de Orleans, sobrino del rey francés y primo segundo del rey español), la Corona castellanoleonesa y las colonias hispánicas de América. Y para Carlos de Habsburgo, la Corona catalanoaragonesa y el imperio catalán medieval del Mediterráneo (Nápoles, Sicilia y Cerdeña).
La estrategia catalana de 1713
En Utrecht, Carlos de Habsburgo renunciaba a la corona hispánica y precipitaba la evacuación de las últimas tropas aliadas en Catalunya y la declaración catalana de resistencia a ultranza. La estrategia catalana de 1713; y más concretamente, la que desplegó al embajador Berardo en Viena, consistía en hacer valer el Tercer Tratado de Partición con las limitaciones que imponía el nuevo Tratado de Utrecht: Carlos de Habsburgo pasaba a ser el soberano, únicamente, de la parte de la Corona catalanoaragonesa que resistía, a ultranza, los borbónicos: Catalunya y las Mallorcas. Incluso, Berardo planteó al catalán Vilana-Perles (primer ministro austríaco) la posibilidad de que Viena entregara a París los reinos de Nápoles o de Cerdeña (que el Habsburgo había recibido en Utrecht) a cambio de que Catalunya quedara, definitivamente, separada de la monarquía borbónica española, y pasara a formar parte el Imperio austríaco.
¿Qué habría pasado si Berardo hubiera tenido éxito?
Nunca sabremos qué habría pasado si Berardo hubiera tenido éxito. Pero sí que podemos especular con un destino diferente para Catalunya y las Mallorcas. Podemos especular que Catalunya y las Mallorcas habrían quedado como un territorio del Imperio austrohúngaro. Podemos especular que, con el Risorgimento italiano (la unificación, 1849-1861), que expulsó a los Habsburgo de la península italiana, Catalunya y las Mallorcas bien habrían quedado como un territorio austríaco totalmente desconectado del núcleo imperial, o bien habrían ganado la independencia. Y podemos especular que, si no se hubiera producido la ruptura en el siglo XIX (coincidiendo con aquellos movimientos románticos como el Risorgimento), la independencia se habría producido en 1918, con la derrota y deshecha austríaca en la I Guerra Mundial (1914-1918) y el posterior Tratado de Versalles (1919).