Los americanos han olvidado (casi del todo) el referéndum de 2017, pero de lo que sí que han tomado buena nota este año es de la imagen de los valencianos lanzando barro al rey de España. En Estados Unidos las actitudes rebeldes gustan, porque no deja de ser de donde vienen (sobre todo en estados como Texas u Oklahoma, donde estoy pasando estos días de fin de año). Aquí, en lo que al mismo tiempo consideramos la América profunda y el pensamiento superficial, he podido hablar muy largamente sobre política y sobre nosotros, y sobre ellos, que en cada frase parecen confirmar los pronósticos que al parecer hace el CIDOB para 2025: el auge del conservadurismo, del individualismo, del proteccionismo y del armamentismo. Que un personaje tan facha como Josep Borrell haya terminado presidiendo esta entidad no quita que, en sus últimas predicciones, puedan haber acertado. Y en cuanto a nosotros, como conflicto, no aparecemos en ninguna agenda del 2025. En ninguna. Sí que aquí les hace mucha gracia, como siempre, la cosa del tió.
El retorno al conservadurismo, ya sea por la ley del péndulo o por la ley del más fuerte, es abrumador. Lo que me hacían observar a mis amigos votantes de Trump es que, por primera vez, el partido republicano ya no se asocia (solo) a los multimillonarios sino al pueblo más humilde. Representaría, “ironically”, que el socialismo o el progresismo defendido por los demócratas debería conectar con los desvalidos y los solidarios. En cambio, esta vez y sin haberse transformado precisamente en intervencionistas samaritanos, “los de abajo” se han sentido más escuchados por un candidato grosero y simplista que por, pongamos por caso, la gente que estaba cerca del escenario en ese concierto de Bruce Springsteen en Barcelona: Barack y Michelle Obama, Steven Spielberg, Tom Hanks. Ya pueden parecer cercanos a la gente, hacer discursos impecables o colocar la bandera catalana al mismo nivel que la americana en los conciertos: como en nuestro caso, han perdido la conexión. El drive, el swing, la iniciativa, incluso esa sensación de encontrarse en el lado correcto de la Historia. Y el péndulo no lo hará todo por ellos, ni por nosotros.
Visto por alguien como yo, que votaría azul incluso si los azules cometieran cuatro mil errores (y que votaré independentista aunque el independentismo cometa cinco mil errores), los rojos americanos parecen hoy la expresión de algo que me es familiar y me hace pensar: el nacionalismo defensivo. Si algo he entendido de lo que me cuentan por aquí es que se ven amenazados, que tienen el orgullo muy herido y que reclaman su derecho a no ser vistos como fascistas. Como soy catalán, he abierto los ojos y he levantado las orejas. Y como todo esto también me lo decía el hijo de la casa, de veinticuatro años, mientras me enseñaba la colección de máuseres, escopetas centenarias, pistolas automáticas y balas afiladas que guarda en su habitación (“aquí hemos decidido protegernos”), he entendido el momento preciso en que el miedo legítimo pasa a ser peligrosa agresividad sin que uno mismo se dé cuenta. Me he reafirmado en el acierto que tuvimos al mostrar una urna, y no un arma, como signo de nuestra causa. De cómo la frustración, perfectamente legitima, puede derrumbar una buena idea.
He entendido el momento preciso en que el miedo legítimo pasa a ser peligrosa agresividad sin que uno mismo se dé cuenta. Me he reafirmado en el acierto que tuvimos al mostrar una urna, y no un arma
Pero la frustración, en cambio, puede salvar también una idea. Si está bien dirigida. De lo que me quejo no es de nuestra carencia de agresividad, que me parece una buena opción como base, sino de la pérdida absoluta de presencia de nuestro conflicto. No es de extrañar que, ahora mismo, las únicas instancias en las que ganamos sean las de la justicia europea: la legítima defensa se entiende mucho mejor si te han entrado a robar y a zurrar en casa, no cuando conviertes tu jardín en una sórdida fortaleza.
El problema es saber cómo hacerte respetar si has decidido (acertadamente) no ser el intolerante o el agresor. Que Springsteen haya perdido o que Carter haya muerto no debe hacernos olvidar, ni por un segundo, cuál es nuestro lado correcto en la Historia. Pero esto no significa que no debamos hacernos respetar. Y aquí es donde pienso que el término “confrontación inteligente” va del canto de un duro: ser inteligentes nos conviene más que a nadie, pero la inteligencia no puede comportar la repentina desaparición del conflicto. La mesa de Ginebra lo reconoce de entrada, el conflicto, y está hecha precisamente para abordarlo: pero, como al mismo tiempo lo pone en la vía del diálogo, el riesgo es que el propio conflicto quede desdibujado. De hecho, nosotros, si no somos un conflicto, oficialmente dejamos de existir.
En términos de política americana, el error de los demócratas no es haber sido alérgicos al conflicto, sino haber olvidado que incluso ellos también están en él.
Mi conclusión es que tanto Springsteen como Trump pueden entender e incluso simpatizar con nuestra causa. Como decía, su país fue fundado por rebeldes. Lo que no harán es perder mucho tiempo con causas que, como un triste tronco con barretina, no se hacen respetar. Ni el uno, ni el otro.