Si esto, es decir el pleito secular entre Catalunya y España fuera un largo partido de fútbol, se podría decir que el resultado es una suerte de empate infinito tras una sucesión interminable de prórrogas. Desde el punto de vista de las expectativas -que al final es lo que cuenta en la historia de los individuos y de las colectividades- es cierto que el sujeto España, con una u otra forma política o de estatalidad (Monarquía de los Austrias, Reino borbónico unificado del XVIII o Estado-nación fallido del XIX y el XX) ha podido imponerse a trancas y barrancas cuando la pretensión catalana de seguir su camino para no quedarse en la cuneta de la historia se ha manifestado con más dramatismo. Así ha sido desde la República de Pau Claris (1640) a las proclamaciones del Estado catalán por parte de Macià y Companys en los años treinta del siglo XX pasando, obviamente, por el desastre de 1714. Pero la persistencia de esa voluntad, pese a las derrotas, es la prueba del algodón que el resultado definitivo, el final del partido, aún está abierto. Y puede que, como dijo Puigdemont en el Romea parafrasenado aquel famoso “aquest any sí” blaugrana, este 2017 sí que sea "el año".
Se acerca el final de la última (o penúltima) batalla de los catalanes y la novedad es que el desenlace es verdaderamente incierto, pero lo es para todo el mundo, para el soberanismo y para el Estado (y el unionismo). El “procés” entra en la fase resolutiva y, si bien es cierto que nadie o casi nadie en Catalunya sabe a ciencia cierta dónde desembocará, si se quedará bloqueado en la pantalla de la posautonomia o pasará ya a la de preindependencia con el inicio de los juicios a Mas, Ortega, Rigau y Homs por el 9-N, a partir de febrero, y el referéndum de Puigdemont-Junqueras en junio o en septiembre, no lo es menos que, en teoría, donde sí que saben cómo acaba esto, es decir, en las cabinas de mando del Gobierno de Madrid y los poderes del Estado, son ya visibles los síntomas de nerviosismo. O sea, que tampoco saben cómo acaba. Que son conscientes que el final del partido está más abierto de lo que hasta ahora han querido admitir. Cuidado, porque lo peor que les podría pasar en esta hora es plantearse la nueva prórroga del Catalunya-España como una mera repetición de las anteriores. Pensar que, de nuevo, los catalanes van a salir trasquilados sí o sí del encontronazo, del famoso "choque de trenes" o "colisión", como se dice ahora, puede ser letal para sus expectativas.
El martes, en el Senado, España, la “verdadera” España, se reunió con sí misma: Catalunya no estaba
Los síntomas. El martes, la cara de Mariano Rajoy era un poema tras la reunión de la gaseosa Conferencia de Presidentes (autonómicos), donde se ofició el entierro definitivo de la llamada Operación Diálogo de Soraya Sáenz de Santamaría incluso antes del inicio de los penosos juicios por la consulta del 9-N. Sigo esperando que alguien serio explique en algún sitio cómo se puede pasar de tachar de "charlotada" aquella votación a llevar ante el juez al presidente de la Generalitat y tres miembros de su gobierno. Bien. El caso es que el martes, en el Senado, por primera vez ni Catalunya -ni tampoco Euskadi, aunque a nadie se le escapa cuál fue la verdadera ausencia relevante- asistieron a la cumbre autonómica por antonomasia. La primera vez que se convocó, en octubre de 2004, el foro reunió nada más y nada menos que a Manuel Fraga con Juan José Ibarretxe y Pasqual Maragall. Y a la anterior, celebrada en el 2012, y pese a que el llamado "desafío" soberanista catalán ya había tomado cuerpo, acudió el president Artur Mas. En cambio, el martes, en el Senado, España, la “verdadera” España, se reunió con sí misma: Catalunya no estaba. Bueno, sí, estaba su bandera, junto a la de Ceuta o La Rioja y las demás, quien sabe si por última (o penúltima) vez. Un golpe de viento, que las hizo rodar a todas por el suelo excepto a la castellano-leonesa, puso la guinda de manera premonitoria y Rajoy la cara como de despertarse de un mal sueño. Soraya acertó: esa Conferencia de Presidentes, la primera, por cierto, del reinado de Felipe VI, ha abierto una nueva etapa para el Estado español (posiblemente irreversible): ahora sí que España se ha reencontrado con ella misma.
Los síntomas. El miércoles, al ministro de Asuntos Exteriores de ahora, Alfonso Dastis, se le empezó a poner cara de Margallo, su antecesor, alarmado ante la conferencia que protagonizarán el día 24 en el Parlamento Europeo, en Bruselas, nada más ni nada menos que el president Puigdemont y el vicepresident Junqueras con la intención de explicar a Europa de qué va eso del referéndum. Miembros de la Eurocámara ya habían detectado el viernes maniobras de la diplomacia española para poner trabas a la celebración del acto. Poco después transcendió que el PP había llamado a todos sus eurodiputados a boicotear el acto. Estas cosas no pasaban en tiempos de los Tercios de Flandes, pero, como venimos diciendo, la historia no se repite necesariamente, ni como farsa ni como tragedia, aunque Marx (Carlos) sostuvo lo contrario.
Ahora es el unionismo civil el que intenta internacionalizar su causa, lo que revela la debilidad de sus argumentos y de quien lo patrocina: el aparato del Estado en pleno
Los síntomas. El jueves se presentó en L’Hospitalet de Llobregat (para variar) el enésimo intento del unionismo civil por articular una plataforma operativa ante el soberanismo después de los sonados fracasos de Societat Civil Catalana y demás. El nuevo artefacto se denomina Concordia Cívica, y, atención, según su portavoz, la jurista Teresa Freixes, quiere hacer escuchar la voz de personas que consideran que no han podido expresarse contra el independentismo no sólo en Catalunya, sino en España, en Europa y en el mundo. Eso, el mundo, el mundo al revés: ahora es el unionismo civil el que intenta internacionalizar su causa. Lo que revela no la ilegitimidad de hacerlo, sólo faltaría, sino la debilidad de sus argumentos y de quien lo patrocina: el aparato del Estado en pleno. ¿No habíamos quedado que todo esto era un suflé que no hace más que bajar?
Benedict Anderson, uno de los grandes estudiosos marxistas del nacionalismo, escribió que las naciones son “comunidades imaginadas”, colectividades capaces de tenir conciencia de sus límites, y, a la vez, de considerarse soberanas para regirse entre las demás sin pedirles permiso para nada. Catalunya ha podido imaginarse sin España mientras lo contrario se ha antojado hasta ahora más bien como un imposible. La negativa de los poderes españoles no ya a aceptar un referéndum a la escocesa sino ni tan siquiera a abrir en serio el melón de la reforma de la Constitución, para desespero de las terceras vías consecuentes, obedece, en el fondo a esa incapacidad de ser sin Catalunya aunque en el fondo se admita que Catalunya es “el otro” interno, que Catalunya no es exactamente España. Pero puede que a partir de ahora el paradigma cambie.
Catalunya ya no quiere ese café que se servía para todos, pero tampoco quiere ya arreglar España. Se acabó
Puede que España también empiece a imaginarse sin Catalunya y que, en el fondo, ya se esté imaginando porque sabe que, aunque Catalunya no logre su independencia, seguirá habiendo partido. Porque, como dijo Puigdemont, es evidente que los que ya han hecho la Declaración Individual de Independencia son muchos más que los otros. España sin Catalunya. Esa es la imagen que hábilmente forzó el president de la Generalitat con su negativa a acudir al foro de presidentes autonómicos. Eso fue lo que se visualizó en el Senado. Catalunya ya no quiere ese café que se servía para todos, pero tampoco quiere ya arreglar España. Catalunya -el catalanismo- se ha cansado de explicarse a España. Se acabó. Para bien o para mal o las dos cosas. España deberá acostumbrarse a quedarse sola ante si misma. Después de los últimos 40 años de renuncias y autonomismo con fórceps, esa es la nueva pedagogía catalana para España.