Hace años, quizás desde 2018, que el Parlament de Catalunya no es centro de atención en nada. Para “aquellos temas que realmente interesan a la gente”, como los alquileres, cualquier norma catalana pasa a ser laminada por una ley española; y, en cuanto a aquellos temas que supuestamente no interesan a nadie (el autogobierno, la independencia, el conflicto), tampoco: de hecho, la legislatura del 52% acabó con los dos socios independentistas divorciados y sin que desde la Generalitat se dieran muestras de tener ninguna hoja de ruta renovada. Siendo así las cosas, y dada la aritmética parlamentaria en Madrid (pero también el bajo nivel de los debates en Catalunya), es lógico que los focos se hayan puesto en el Congreso de los Diputados para cualquier asunto legal, político, administrativo o de prensa del corazón. Catalunya ya no es el epicentro de la política, sino un territorio a administrar. A gestionar.

Catalunya ya no es el epicentro de la política, sino un territorio a administrar

Puesto que esta es la dinámica, quizá tenga alguna ventaja que sea Salvador Illa el encargado de hacer el papel de gobernador. Lamentablemente, cuanto más explícita se haga la condición de territorio ocupado (las concesiones de TV3 en este sentido son cada día más claras, ahora produciendo la serie sobre un hombre que considera clasista o racista exigir aprender catalán en Catalunya), más complicado se hará esconder la única salida posible para la supervivencia. Pujol, lo decíamos la semana pasada, considera que negociar con el Estado es la única manera de “salvarnos”. Por la parte de razón que pueda tener (si estás demasiado agotado, abrázate a tu adversario de boxeo), es bueno que este papel lo tenga que desarrollar Salvador Illa y no un soberanismo que ahora mismo no se ve capaz de amenazar con la independencia. Hasta que esto se resuelva, el poder de negociación bajará estrepitosamente (aquí o en Suiza) y la amenaza cambiará de bando: si Catalunya antes amenazaba con la independencia, ahora España (en boca del PSOE) amenaza con PP-VOX. Y es así como las negociaciones pasan a ser una farsa, un juego de los disparates, por mucha aritmética condicionadora favorable que se tenga.

Más que negociar para “salvarnos”, o en todo caso simultáneamente (porque ya he dicho que Pujol puede tener parte de razón), es necesario que la amenaza de independencia vuelva a ser creíble. Lo ha sido siempre desde hace más de un siglo, no debería difuminarse simplemente por razón de un fracaso. No hay posibilidad negociadora si no dejamos una reserva de oxígeno para la salida unilateral, ya sea más concreta, más programática, o simplemente más difusa, atmosférica, latente. En cualquier caso, creíble. Lo demás es comportarnos como una región, como una singularidad peninsular, que es lo que Salvador Illa quiere normalizar siguiendo las tesis de Societat Civil Catalana.

¿Cómo recuperar la credibilidad? Por un lado, manteniendo el pulso de las negociaciones en Madrid al máximo, hasta hacerlos tropezar en sus contradicciones y en sus mentiras. Posiblemente hará falta algún susto mayor que pedir una cuestión de confianza, aunque sea un primer aviso. Por otro lado, en Catalunya habrá que evidenciar mucho más la diferencia entre una gestoría y un gobierno nacional, entre una presidencia y una gobernación, entre una nación ambiciosa o una región ocupada. Es necesario que caigan por su propio peso las limitaciones del regionalismo, como cayeron las de Cambó o las de Tarradellas. Yo creo que la eventual vuelta de Puigdemont puede favorecer esta vertiente, para desenmascarar el regionalismo (el federalismo, la “plurinacionalidad” de mentira que nos vende Iván Redondo cada semana en La Vanguardia) como una propuesta ineficaz, coja, falsa y mediocre. Pero, por último, es necesario, entonces, lo más importante: que el independentismo muestre ser todo lo contrario. Después del 2017, todavía no lo ha conseguido del todo.