De pequeños, los mayores nos enseñaban que cuando íbamos a otra casa era de buena educación respetar las costumbres y la manera de hacer que tuvieran la gente que la habitaba y aceptar de buen grado, si era el caso, los presentes que en señal de bienvenida nos pudieran ofrecer. Por ejemplo, si te daban galletas y resultaba que precisamente las de aquella marca no te gustaban en absoluto, cogías una, te la comías y educadamente decías que ya tenías suficiente. O si encima de la mesa había un bol lleno de sugus, no arrasabas con todos y dejabas el bol vacío, sino que preguntabas si podías coger y, cuando te hubieran dicho que sí, cogías uno y basta, salvo que la gente insistiera mucho para que cogieras otro. O si se sentaban siempre en las sillas y nunca en el sofá, lo que no debías hacer tú era tumbarte en el sofá, sino sentarte como todo el mundo en una silla. Y así se podría ir haciendo una lista muy larga de los usos y las costumbres que es conveniente observar y respetar cuando se vive en sociedad.

El refranero lo sintetiza muy claramente: "Allí donde fueres, haz lo que vieres". Es decir, te acomodarás a los usos y a las costumbres del lugar en el que te encuentres y no te harás ver saliéndote de la manera de hacer y de las normas que tengan establecidas. Esto parece bastante fácil de entender y es aplicable si vas de visita a otra casa, a otra ciudad o a otro país. ¡Cuántas veces no nos hemos puesto los hombres una kipá para entrar en una sinagoga o no se han cubierto sus hombros las mujeres con un pañuelo o un jersey para entrar en una mezquita en señal de respeto a los anfitriones que nos abrían las puertas de su casa! Y todo ello lo harás aún más si lo que pretendes no es hacer solo una visita al país equis, sino quedarte a vivir en él. Lo hicieron los inmigrantes catalanes que después de la guerra civil española se tuvieron que refugiar, pongamos por caso, en México, o los españoles que fueron a buscar trabajo a Alemania porque en España no había.

¿Cómo es que en Catalunya los catalanes no pueden mantener los usos y costumbres que les son propios y deben renunciar a ellos en beneficio de los recién llegados o de los inmigrantes?

Los catalanes aprendieron castellano, los españoles aprendieron alemán, unos y otros se integraron en la sociedad que los había recibido y participaron en las entidades y las asociaciones que formaban parte de ella. En su casa, unos volvían a hablar en catalán y otros en castellano, y todos se esmeraban en mantener, dentro de las posibilidades que hicieran el caso, las tradiciones que tanto añoraban de los respectivos países de origen y para no perder el recuerdo de allí donde habían nacido y vivido ellos y sus antepasados. Pero cuando estaban en sociedad, procuraban comportarse según las reglas de los países que los habían acogido, porque también era la manera de que los nativos los aceptaran sin recelos. Aquí la lista de ejemplos también podría ser muy larga. Siendo así las cosas, ¿cómo es, pues, que este mecanismo funciona en todas partes menos en Catalunya? ¿Cómo es que en Catalunya no son los recién llegados o los inmigrantes los que deben adaptarse a los catalanes, sino los catalanes a los recién llegados o a los inmigrantes? ¿Cómo es que en Catalunya los catalanes no pueden mantener los usos y las costumbres que les son propios y deben renunciar a ellos en beneficio de los recién llegados o de los inmigrantes?

Lamentablemente, esta es una dinámica que hace mucho tiempo que se arrastra, pero que probablemente la decisión del Ayuntamiento de Barcelona de no poner, como cada año por las fiestas de Navidad, el tradicional pesebre en la plaza de Sant Jaume sino esconderlo dentro del edificio y plantificar en su lugar una estrella gigante —de coste desorbitado, además— ha permitido visualizar de la manera más cruda posible. Hacer el pesebre es una tradición muy arraigada en Catalunya, que ha pasado de grandes a pequeños. Los abuelos de nuestros abuelos y los bisabuelos más lejanos ya lo hacían. Se puede decir que casi en cada casa hay uno, más grande, más pequeño, más artístico, menos logrado. Y no porque todo el que lo hace sea un ferviente creyente cristiano —la mayoría de quienes lo hacen actualmente son una panda de descreídos—, sino porque el pesebre forma parte de la cultura occidental, sobre todo en Europa, es un elemento más de los rasgos que la definen, que tiene evidentemente un origen religioso, pero del que ha acabado estando desprovisto. Basta con echar un vistazo a los mercados de Navidad que, por estas fechas, se organizan por todo el viejo continente para constatar cuán arraigado está, y la pregunta es ¿por qué Catalunya —donde el mercado de Navidad recibe el nombre de Fira de Santa Llúcia— debe renunciar a él, para satisfacer a la inmigración árabe y musulmana?

Porque resulta que todo esto ocurre a raíz de la creciente inmigración árabe y musulmana que ha llegado a Catalunya. Antes, con ningún otro colectivo, a nadie le había pasado por la cabeza realizar concesiones de este tipo, sencillamente porque son contra natura. En Catalunya imperan las leyes, las costumbres, las tradiciones y las maneras de ser y de hacer propias del país y del mundo occidental en general, no la sharía, y todos los ciudadanos que vivan allí, catalanes, recién llegados o inmigrantes, deben respetarlas. En su casa que cada uno haga lo que lo quiera, pero en sociedad el comportamiento de observancia de lo que es propio del país de acogida es irrenunciable e innegociable, porque es eso lo que hace posible la convivencia. Occidente ya pasó en su día por la fase en que la religión —la católica, en este caso— guiaba todas las facetas de la vida, y sufrió graves consecuencias a través de la Inquisición, como para que ahora deba someterse a un islam que también lo rige todo. Arreglados estaríamos si esto tuviera que ser así, y más cuando se trata de algo que es absolutamente incompatible con los valores occidentales.

Otra cosa es que justamente eso sea lo que pretenda el fundamentalismo islámico, y como efectivamente es así, es lo que se debe combatir. Y lo que no tiene ningún sentido es hacer lo contrario y hacerle el juego bendiciendo, por ejemplo, la enseñanza del árabe y la cultura marroquí en las escuelas de Catalunya —como la semana pasada se vio en el Parlament que defendían todos los partidos procesistas—, y menos en un momento en que la lengua propia, el catalán, se encuentra más en regresión que nunca. En Catalunya se celebran las fiestas de Navidad, no las fiestas del solsticio de invierno. En Catalunya se celebran el Tió, el Fin de Año y los Reyes, no el nuevo año chino o el judío. En Catalunya se celebra el Jueves Lardero y la Pascua, no el ramadán. En Catalunya se celebra Sant Jordi y todos los santos habidos y por haber. En Catalunya se come cerdo en abundancia. Y en Catalunya se hace el pesebre.

Nadie les obliga a ellos, a los árabes y a los musulmanes que han venido a Catalunya, a celebrar la Navidad ni ninguna de las tradiciones catalanas, mientras que ellos, en cambio, sí nos obligan a nosotros a que no lo hagamos, y encima en nuestra casa. Y eso es exactamente lo que los ciudadanos y las instituciones de Catalunya no deben permitir de ninguna de las maneras y contra lo que deben luchar.