Los discursos que cíclicamente buscan la contraposición entre catalanes de origen e inmigrantes son falsos, pero en especial son malintencionados, porque lo único que pretenden es el enfrentamiento entre personas en función justamente del lugar de origen. Y a eso se lo llama lerrouxismo, pero también xenofobia, porque expresa odio hacia una parte de la población, en este caso siempre la catalana, por el simple hecho de ser lo que es, precisamente catalana.

 

El pueblo de Catalunya, en tanto que tierra de paso, es fruto, históricamente, de la mezcla de procedencias producida a lo largo de los siglos, pero para ser catalán con esto solo no basta. Para ser catalán es necesario, sobre todo, querer serlo, y es imprescindible, condición sine qua non, que haya también una clara y decidida voluntad de integración por parte de quien decide, por el motivo que sea, establecerse en Catalunya. No basta con vivir y trabajar en ella para serlo, como tan erróneamente creyó Jordi Pujol —que a partir de aquí construyó toda la teoría de un solo pueblo que el tiempo se ha encargado de demostrar que no era cierta—, hay que querer serlo. Este es seguramente el factor principal, de hecho.

 

La clase trabajadora que hizo la revolución industrial en Catalunya —en el siglo XIX— era íntegramente catalana

 

Es por este motivo que las proclamas que de manera recurrente alimentan, aún ahora, la confrontación entre los pobres y desvalidos obreros inmigrantes españoles y la perversa, malévola y explotadora burguesía catalana que se aprovechó de ellos cuando, a comienzos del siglo XX y en especial durante los años del franquismo, llegaron en masa a Catalunya, procedentes mayoritariamente, pero no solo, primero de Murcia y después de Andalucía o Extremadura, no tienen razón de ser por sesgadas y sectarias. Los discursos que aprovechan cíclicamente colectivos de una progresía mal entendida —como ha pasado recientemente con motivo de la entrega de los Premios Gaudí de cine— para reivindicar esta dicotomía engañosa y ficticia, lo que esconden realmente es la nula voluntad de integración de un segmento de la población que exhala una amarga sensación de resentimiento hacia Catalunya.

 

Lo que no se pregunta nunca esta minoría de inadaptados que ha quedado anclada en el pasado es por qué sus ancestros que tan idolatrados tienen tuvieron que marcharse de su casa porque allí no podían ganarse el sustento y tuvieron que espabilarse a buscarse la vida en otro lado. ¿Están seguros de que el sufrimiento de bisabuelos, abuelos y padres en busca de una existencia mejor se lo provocó la burguesía catalana que les dio trabajo?, ¿o los señoritos andaluces y los terratenientes de otras partes del Estado español que les explotaron tanto que no les dejaron más alternativa que emigrar? Y lo que encontraron en Catalunya fue, aparte de unos cuantos burgueses que los contrataron, muchos trabajadores catalanes que, como ellos, tenían que levantarse temprano para ir a la fábrica y dejaban la olla en el fuego —de carbón o de leña— para encontrar la escudella hecha cuando acababan de trabajar.

 

Catalunya no era un páramo que los esperaba a ellos para que lo llenaran y lo levantaran, que es el mensaje perverso que esconde este discurso lerrouxista y xenófobo que tiene como único objetivo desprestigiar todo lo que tenga que ver con el catalán y la catalanidad. Más de mil años de historia, por lo menos, la contemplaban desde que, en pleno Imperio carolingio, en el año 801 los reyes francos pusieron la Marca Hispánica bajo la jurisdicción del primer conde de Barcelona, de nombre Berà, y en 988 el conde Borrell II dejaba de rendirles vasallaje e instauraba la independencia de facto de los territorios bajo su poder, el embrión del futuro Principat de Catalunya. Entonces, en la frontera sur de aquella Marca Hispánica con identidad política propia no había ninguna España ni nada que se le pareciera. Solo estaba el califato de Córdoba, y estuvo todavía durante muchos años más. Catalunya, pues, ya estaba en pie cuando España aún ni existía y, en consecuencia, en los años de la inmigración masiva promovida por el régimen franquista para acabar justamente con la singularidad catalana no había nada que levantar, porque hacía tiempo que estaba todo de pie.

 

Había mucho trabajo por realizar, eso sí, en contra de aquella dictadura y para rehacerse de una posguerra especialmente severa en uno de los territorios que la había perdido, y que los obreros inmigrantes que quisieron integrarse pudieron llevar a cabo codo con codo con los trabajadores catalanes. Y, si algunos de aquellos obreros inmigrantes, llamados ciertamente charnegos, tuvieron problemas, no fue por el apellido, sino todo lo contrario, por querer ser catalanes y no ocultarlo. Porque charnego, que según el diccionario es ‘el hijo de una persona catalana y de una no catalana’, es verdad que se usaba despectivamente para definir al inmigrante castellanohablante que residía en Catalunya, pero también lo es que el inmigrante dejaba de ser llamado charnego en el momento en que dejaba de ser exclusivamente castellanohablante y hablaba catalán, que para la población autóctona era el signo principal, claro e inequívoco, de integración. Y con el tiempo él y su descendencia pasaban a formar parte también de la misma población autóctona.

 

La idea de que la lengua catalana era un elemento de identidad de la clase burguesa y, por tanto, un obstáculo al progreso y a la libertad y un instrumento para engañar y mantener sometida a la clase obrera, es un invento de Alejandro Lerroux (La Rambla [Córdoba], 1864 – Madrid, 1949), por encargo de las clases dirigentes españolas para torpedear y hundir precisamente el movimiento catalanista. Por eso de esta práctica política en contra de Catalunya se la llama lerrouxismo. Una práctica que tanto la derecha como la izquierda españolas han tenido siempre interiorizada y que con la aparición de Cs, en 2006, se manifestó de manera descarada. Y, una vez amortizada la función del partido de Albert Rivera e Inés Arrimadas, el testigo lo han recogido el PP y un PSC que en 2013, en pleno proceso soberanista, se deshacía por completo del alma catalanista y se encomendaba exclusivamente al alma española del PSOE.

 

Nadie vendrá ahora a dar lecciones de nada, cuando la realidad es que la clase trabajadora que hizo la revolución industrial en Catalunya —en el siglo XIX— era íntegramente catalana, porque los castellanos todavía no habían inmigrado, y su ideología estaba radicalmente asociada a los valores del progresismo y de la libertad: era republicana, catalanista, federalista y decididamente contraria a las múltiples operaciones involucionistas urdidas por el poder español. Así se ha construido Catalunya a lo largo de los siglos, así se ha mezclado Catalunya, y esto no lo cambiará ningún discurso demagógico que para reivindicar el papel de los charnegos tenga que ensuciar la honorabilidad de los catalanes.