Que estemos pendientes de la vuelta de los exiliados es normal, dada la determinación de los jueces de entorpecer o directamente no aplicar la ley de amnistía. Todos los casos son delicados, los del Tsunami se han salvado por un error procesal de un juez ofuscado y otros, seguramente, tendrán que resolverse en instancias superiores. Pero todo el mundo tiene en mente la pieza de caza mayor, el president Puigdemont, y ya empieza a asumirse la posibilidad de que sea detenido si vuelve a Catalunya, pese a la literalidad diáfana de la ley aplicable. Esto tiene un interés obvio en términos políticos y jurídicos, la escena condiciona tanto el sistema legal español como la legislatura catalana, y de paso la nueva página del independentismo como movimiento. Me interesó, especialmente, la reflexión que hizo Josep Campmajó en su regreso del viernes: “salgo del exilio y llego a un país ocupado”. Es decir, sale de un exilio para meterse en otro tipo de exilio, interior, porque saber que tu patria está ocupada es una manera de no acabar de estar del todo en ella. Los pueblos no pueden ser si no son libres, y, mientras tanto, puede parecer a quienes acaban de llegar, que se exilian de la libertad y de la democracia. Salir de un exilio para caer en otro, y no encontrar plena libertad en ninguno de los dos.
Pero, a pesar de la cacería del ciervo, nadie debe olvidar que también se está produciendo de forma paralela la cacería del zorro. Lo decía Gonzalo Boye el sábado en una entrevista: “Si me acaban condenando, pasaré el resto de la vida en prisión”. Sin ser ningún lloriqueo, porque Gonzalo no tiene tiempo para lloriqueos (apenas tiene para ir al baño, créanme), la causa que se sigue contra él, basándose en el testimonio de un presunto asesino confeso dejado en libertad para declarar en contra, obedece de forma clara e impúdica a la voluntad de castigar su lucha legal por la causa de los independentistas catalanes. Se pretende hacerle pagar sus logros en este campo con una condena severa, construida de antemano y con un ánimo persecutorio más que evidente. Él ya tiene experiencia en esta forma de actuar de algunos jueces y fiscales, y de hecho la ha sufrido en su propia piel. Como además ya ha observado por varias vías la manía que le tiene esta sala, no descarten más “confesiones” que de pronto le señalen, siempre a cambio de rebajas de condena o pactos similares: también en el proceso independentista hemos podido ver curiosos “premios” judiciales a los políticos que se portaban bien.
Gonzalo Boye ahora forma parte de las últimas piezas de caza mayor que se reserva el Estado para satisfacer sus venganzas
Como es sabido, además, la ley de amnistía no ampara, en principio, un caso como el suyo. Pero la obsesión de un fiscal le ha llevado a las puertas de juicio, y ya se sabe de quién depende la fiscalía. Boye no tiene ni ganas ni, sobre todo, tiempo, ya lo he dicho antes, de relacionarse con actividades blanqueadoras del comercio de narcotráficos. Curiosamente, a nadie se le hubiera ocurrido asociarlo con hechos tan estrafalarios hasta que se ocupó del caso de los independentistas catalanes. Boye es caza mayor, tan grande o más que la del ciervo, con la diferencia de que para él no está prevista ninguna disposición normativa pacificadora ni concordial. Boye se ha quedado solo, o podría quedarse solo, si nadie reacciona. Para mí sería del todo imperdonable que, habiendo hecho todo lo que ha hecho (y todavía hace, porque le veo actuar en directo cada día), se diera la carpeta del Procés por cerrada, sin prestar atención a la persona que ha subido la mayoría de náufragos al bote salvavidas. Pero bueno, en este país hemos visto cómo todo el mundo iba la suya cuando veían peligro de perderlo todo, o cuando ya consideraban que su propio caso estaba bien encaminado. No somos el país, ni el movimiento, más agradecido (ni más inteligente) del mundo.
Otra cosa es que yo siempre he aconsejado tener a Boye más bien como amigo. No solo por la cantidad de datos que gestiona, y por la inmensa capacidad estratégica que le ha llevado a cazar a los más temidos de los cazadores, sino por el hecho de que la causa independentista todavía dependerá durante algunos años de las leyes y de los jueces (españoles o europeos). Ciertamente, la ley de amnistía abre sus puertas a un encauzamiento de la cuestión por la vertiente política, pero resulta que los políticos son precisamente los que hacen las leyes y que los jueces, en este Estado, son los primeros que hacen política. De tal modo que cualquier decisión política, o pacto, o confrontación, que quiera abordarse en el futuro tendrá siempre más posibilidades de éxito si cuenta con la certeza de poder utilizar las leyes a favor y no en contra. Gonzalo Boye, al demostrar saber de todo eso, ahora forma parte de las últimas piezas de caza mayor que se reserva el Estado para satisfacer sus venganzas. No solo les ha dejado en evidencia más de tres y cuatro veces, sino que saben que puede volver a hacerlo muchas veces más. Ahora bien: una cosa es que la actuación de Boye deje en evidencia al Estado, y otra cosa es que deje en evidencia también lo peor de nosotros. Ya basta con darle las gracias en cada esquina de Barcelona: no piensen en darle las gracias. Piensen en por qué hemos llegado hasta aquí, y piensen en hasta dónde queremos llegar, y si son inteligentes, enseguida les aparecerá él.