Los barrios chinos más famosos del mundo occidental están en Nueva York y en San Francisco, pero incluso en Milán hay uno importante. A diferencia del Chino de Barcelona, en estas ciudades reside una gran comunidad asiática de antigua o nueva oleada, con sus comercios, sus restaurantes y sus talleres industriales. En Barcelona, ni ahora, ni antes, el antiguo Distrito 5.º, ahora denominado Raval, se ha caracterizado por cobijar a nadie de la comunidad china, pero históricamente ha recibido el nombre de Barrio Chino, desde que Francisco Madrid, periodista y dramaturgo madrileño del semanario El Escándalo, decidió bautizarlo así en un artículo publicado el 22 de octubre de 1925, por su carácter entre conflictivo y bohemio. "La Mina es la gran taberna del barrio chino. Porque el distrito quinto, como Nueva York, como Buenos Aires, como Moscú, tiene su barrio chino", escribió. Para ser un Barrio Chino no hacían falta chinos, sino el carácter canalla típico de los bajos fondos.

Sin chinos en El Raval, hay zonas metropolitanas que sí se han convertido en verdaderos fortines de la comunidad china. En algunos barrios de Santa Coloma de Gramenet, por ejemplo, se habla más mandarín que castellano y, por supuesto, que catalán. Dicen que esto es fruto de la globalización y de las corrientes humanas, pero si las migraciones africanas, las del sur o el centro de América o las pakistaníes han sido y son ruidosas, la china ha sido más bien silente. Poco a poco, esta comunidad ha ido expandiéndose y ocupando sectores de la economía sin hacer ruido y, supongo, con el beneplácito de una Administración que ha mirado hacia otro lado mientras se implantaba en nuestra sociedad la tríada china y, desde un punto de vista económico, un sistema piramidal, en el que los recién llegados de China iban ocupando la parte más baja de la pirámide, esperando su oportunidad para ir escalando peldaños. Ningún alcalde ha explicado con claridad qué maniobras se hicieron para que una parte del puerto de Barcelona acabara en manos chinas —desde la firma con Hutchinson, en 2006, China es el principal socio comercial— y, discretamente, se convirtiera en una puerta de entrada incontrolable de mercancías diversas, incluidas las de unos seres humanos considerados un mero producto cárnico por su Estado de origen.

El sábado fuimos a ver en La Villarroel la obra Un matrimoni de Boston. Por cierto, tanto Emma Vilarasau como Marta Marco o Emma Arquillué están espléndidas. Y de camino de vuelta, a eso de las diez, quisimos tomar una tapita en un bar. Durante el trayecto que iba de la calle Villarroel a la estación de Sants, todos los bares que encontramos estaban regentados por chinos, lo que me hace sospechar y hace que me pregunte cuál ha sido el régimen de licencias que se vanagloria de controlar con puño de hierro el Ayuntamiento de Barcelona. Todos estos bares tenían la misma alma amortiguada, ofrecían los mismos productos desdibujados y, temo, con la calidad que tendría una tortilla de patatas cocinada por un islandés. Si es con cebolla o sin cebolla, importa más bien poco en este caso. En general, la entrega de estos locales a una comunidad concreta desprende cierto tufo raro y es un fenómeno que parece imparable.

¿Por qué ha habido tanta manga ancha con una comunidad que suele vivir de espaldas a las tradiciones y al país en el que se instala?

Esto me lleva a recordar lo que sucedió con un bar cuyo nombre no mencionaré, situado al final de calle Casanova, que fue comprado por unos chinos al propietario gallego con una oferta muy superior al verdadero valor del negocio, y se presentaron con un maletín lleno de billetes más negros que el pan de la posguerra. Como clientes, lo que perdimos fueron unas tortillas de patatas al estilo de Betanzos tan excelsas, que muchos escritores de Can Balcells solían aterrizar en él tras encontrarse con la única agente literaria del mundo con licencia —como decía mi padre— para matar.

Esta pérdida de valores de uno de los sustratos culturales, porque la restauración es cultura, me preocupa. Cuando recibes un bar por sorteo —porque eso parece—, la vulgarización se transforma en una de las mayores pandemias que viven las ciudades debido a una globalización malentendida y, en general, misericordiosa hasta la vergüenza para el propio inmigrante. Son locales de restauración con alma de muerto viviente. Lo que habría que saber es por qué ha habido tanta manga ancha con una comunidad que suele vivir de espaldas a las tradiciones y al país en el que se instala con una mentalidad de hormiga. De la silente expansión de la población china en Barcelona y en cualquier ciudad catalana, se han hecho bromas que han pasado a englobar las leyendas urbanas de un humor negro bastante racista. Por ejemplo, y en forma de pregunta: ¿dónde se entierran a los chinos que mueren? Y me dicen que muchos deciden volver a su tierra cuando la muerte asoma la cabeza.

En Madrid, durante una época, fueron desapareciendo los patos del parque del Retiro, y decían que la carne de las aves formaba parte de los menús de los restaurantes chinos. Una leyenda sin pruebas y deificada mucho antes de que el trumpismo hiciera de ella un eslogan electoral.

Todas estas leyendas de una malignidad interesada son fruto del silencio que acompaña a la expansión de esta comunidad por los comercios, las calles, los barrios, los pueblos y las ciudades del país. A diferencia de los inmigrantes africanos, que entran jugándose la vida sobre una patera, o del inmigrante de las Américas, que llega sin filtros aduaneros, la radicación de la comunidad china tiene un punto de magia. Un día te vas a dormir y al día siguiente, el bar de toda la vida, el de los cacaolats, los carajillos y los quintos, ha cambiado de dueños y ahora, en la barra, hay unos propietarios que difícilmente aprenderán tu lengua, ni harán un esfuerzo por saber quién eres, más allá de cobrar lo que corresponde para devolver la deuda al Gran Hermano piramidal. Esta mercancía humana sobreexplotada forma parte de una red que parece que está al servicio de los planes expansionistas del Partido y de la cúpula liderada por Xi Jinping. Así, sin grandes aspavientos, el gobierno chino ha ido colonizando el mundo.