En tan solo un puñado de días, he identificado una retahíla de noticias que, aun siendo muy diversas, tenían dos notas en común: la extrema facilidad con que las hubiéramos podido predecir y el enojo e indignación que, a pesar de verlas venir, nos provocan. Son estas: 1) Pedro Sánchez no está cumpliendo —¡quién lo habría dicho!— las promesas que lo catapultaron a la Moncloa y Junts le ha retirado el apoyo; 2) en un partido de Copa del Rey, un árbitro, teniendo que decidir un par de jugadas a la vez dudosas y determinantes, lo ha hecho —venga, ¿quién se atreve a vaticinarlo?— a favor del equipo de la capital del Reino; 3) Israel ha accedido finalmente a un alto el fuego, una vez más, ello no obstante, solo después de haber finiquitado antes el trabajo militar más sucio y de situarse, gracias a ello, en una posición más ventajosa para afrontar unas hipotéticas negociaciones; 4) un año más —ya no sé cuántos llevamos con esta cantilena—, el primer bebé nacido el 1 de enero en Catalunya, Nayeli, no pertenece a los ocho apellidos catalanes —también como es habitual, deviene una actividad de alto riesgo la sola pretensión de intentar destilar, de esta tradición ya tan nuestra, alguna reflexión demográfica sin ser tildado de inmediato de xenófobo o ultraderechista—; 5) ya podemos constatar que, a raíz de la gestión de la DANA, prácticamente no ha dimitido, una vez más, ningún cargo político relevante —parece, de hecho, que algunos empresarios de la Gürtel han recibido contratos exprés destinados a la reconstrucción: ¡esto es arte!—; 6) esta misma semana, por enésima vez, presidiendo en catalán una vista en el juzgado, he tenido que pasar —yo y el resto de intervinientes— al castellano, porque un letrado de fuera no entendía la lengua propia de Catalunya.
Vivimos atrapados, a nivel social e institucional, en claustrofóbicas y circulares cintas de Moebius, y cuanto antes lo asumamos, mejor
¿Alguien se sorprende con alguno de estos hechos? ¿Verdad que no? Los podríamos haber predicho muy fácilmente. Han pasado, ya, tantas veces… y seguirán pasando. Es el pan nuestro de cada día. Aparentemente, nada cambia, todo se repite. Vivimos, se diría, en un eterno día de la marmota. Cada día nos llega la misma noticia, que, de nuevo, nos indigna. Van variando, Como mucho, ciertos aspectos accesorios que solo generan la ilusión de un cambio que, en realidad, casi nunca acaba de producirse. Quienes protagonizan cada hecho aparentemente nuevo, lo que hacen es, a lo sumo, interpretar sobre el escenario, con algún matiz diferente, el mismo hecho de siempre. En un libro acabado de salir del horno —El intérprete—, Richard Sennett hace un repaso histórico de las formas como los seres humanos hemos interpretado nuestros papeles sobre el escenario que es el mundo. Entre otras cosas, dice, evocando Maquiavelo, que los políticos, si quieren sobrevivir, tienen que ser actores.
Vivimos atrapados, a nivel social e institucional, en claustrofóbicas y circulares cintas de Moebius, y cuanto antes lo asumamos, mejor. Siempre han existido, claro está, pero ahora se ven amplificadas a la máxima potencia por las principales redes sociales —uno de cuyos máximos responsables acaba de recuperar, por cierto, con absoluto desparpajo, el saludo nazi en público. La acción real e innovadora se nos presenta, como en tiempos tristemente pasados, casi como una quimera. No quiero decir, con esto, que no haya libertad de acción. Sí que debe de haberla, supongo. Pero consiste, sobre todo, en decidir en qué cintas de Moebius, de entre las que se tienen al alcance, se introduce cada cual. Una vez dentro, parece que solo podamos seguir el curso, la propulsión, de sus escasamente interesantes e intensamente mediocres y, sobre todo, previsibles inercias. Pienso aquí en las escenas de estaciones de metro de Matrix, cuando el protagonista espera que pase un convoy. La diferencia sería que la capacidad de acción de este héroe es mucho mayor que la nuestra. Por eso es un héroe.
Pondré un último ejemplo: Junqueras ha visitado Puigdemont en Bélgica y los antiprocesistas han activado, en las redes y sin solución de continuidad, el ventilador de la indignación para denunciar que esto ya lo vivimos en los años anteriores al 1-O. Que se repetirá la misma historia. Que nos volverán a engañar. Pero yo me pregunto: ¿Junqueras y Puigdemont tenían, realmente, alguna opción —alguna libertad de acción—, después de haber renovado los cargos en sus partidos respectivos, de no hacer un encuentro como este? ¿El comunicado conjunto que emitieron después podía tener, realmente, algún otro contenido que el que tenía? No lo creo. Porque viven propulsados en una cinta de Moebius, la suya. De hecho, probablemente tampoco podían tener otro contenido las decenas de tuits de los enojados antiprocesistas. También ellos viven en su cinta.
¿Queda espacio, en definitiva, para la acción, para el cambio significativo? El drama de las redes sociales consiste no tanto en haber amplificado las cintas de Moebius donde vivimos como en haber esterilizado su escaso pero real potencial para la acción. Las redes nos enojan más que nos empujan a la acción. Nos inducen a un inoperante estado de letargo mental y conductual. La única vía para salir de él y regresar al terreno de la acción es, diría, no dejar nunca de alimentar, individualmente y colectivamente, el pensamiento crítico creativo, esta habilidad tan poco apreciada por los responsables de diseñar el sistema educativo. Es el profesor de matemáticas Alejandro Adem quien nos recuerda que, de hecho, la cinta de Moebius, con sus formas imposibles, nos enseña que tenemos que pensar fuera del espacio en el cual estamos cómodos. Por lo tanto, los bucles donde fatalmente vivimos no son, en absoluto, una maldición ni un obstáculo a superar o suprimir, sino el contexto y la fuente de donde tiene que brotar, precisamente, la acción. Mirémonoslos con aprecio, gestionémoslos con cuidado, nuestros bucles, nuestras cintas de Moebius, porque ellos, ellas, son lo que nosotros somos, y de ellos, de ellas, tiene que surgir, cuando sea, nuestra acción, la plasmación de nuestros anhelos y esperanzas.