Cuando Ortega y Gasset dijo aquello de “que el problema catalán es un problema que no se puede resolver, que solo se puede conllevar” sabía muy bien de qué hablaba. Corría mayo de 1932 y el filósofo, convertido en diputado en las Cortes por León en representación de un minúsculo partido que él mismo había creado, intervenía en el debate parlamentario del Estatut de Núria que, después de un largo camino, se acercaba a su aprobación. Hacía más de un año que Francesc Macià había proclamado la República Catalana dentro de la Federación de Repúblicas Ibéricas y, después de las visitas de los ministros españoles, había aceptado la tramitación de un anteproyecto de Estatuto de Autonomía que una comisión de parlamentarios redactaría en el santuario de Núria el 20 de junio de 1931. Aprobado por la Diputació, la Generalitat y por plebiscito de los ayuntamientos catalanes, sería votado por el 99% de los votos (595.205 votos a favor y 3.286 en contra) en un referéndum popular con una participación del 75% de la población masculina, más el apoyo de 400.000 firmas de adhesión de las mujeres, que todavía no podían votar. Luego iría a las Cortes, viviría el intento de golpe de Estado del general Sanjurjo, la famosa “sanjurjada”, y finalmente sería aprobado el 9 de septiembre de 1932, en una versión fuertemente recortada respecto al redactado en Núria. Nacía así el único Estatut de Autonomia que se aprobaría en España antes de la Guerra Civil. Había sido un largo recorrido, que quedaría rápidamente abolido, después del éxito electoral de la CEDA y los hechos del Seis de Octubre del 34.

Catalunya, pues, había hecho un gran esfuerzo político y social para conseguir un marco institucional que permitiera unos mínimos de soberanía, pero igual que había ocurrido con la creación de la Mancomunidad y su abolición por la dictadura de Primo de Rivera, tuvo una vida efímera. Todo el proceso se repetiría décadas después de la dictadura en los dos intentos —el del 79 y el del 2006— de crear un marco estatutario que garantizara la soberanía de nuestra nación. En todos los casos, los históricos y los más recientes, la máxima de Ortega se cumplió al detalle: la cuestión catalana no se “resolvió”, se “conllevó”. De esta manera, Catalunya intentaba, una y otra vez, resolver el problema de su soberanía y, en todos los casos, gastaba enormes cantidades de energías colectivas, sociales, políticas y económicas para llegar a ser, al final, eternamente estafada. Y lo era porque España siempre lo trató no como un problema nacional, sino como un “caso corriente de nacionalismo particularista” que en la definición de Ortega y Gasset nos convertía en “ese pueblo que quiere ser precisamente lo que no puede ser, pequeña isla de humanidad arisca reclusa en sí misma; ese pueblo que está aquejado por tan terrible destino, claro es que vive casi siempre preocupado y como obseso por el problema de su soberanía”. Y como estábamos infectados por tal virus, España no tenía otra solución que arrastrarnos por la historia como un mal incurable, pero soportable.

En España aprovechan el papel mojado para crear un debate estridente, donde Catalunya vuelve a ser el centro de los ataques.

Es esta filosofía la que se repite eternamente en la relación Catalunya-España como si fuéramos infatigables hámsteres en la rueda eterna de no rodar hacia ningún sitio. No hay que decir que hemos intentado romper este círculo vicioso en algunas ocasiones, especialmente en la hazaña colectiva del Primero de Octubre o, en menor medida, en la implacable negociación de Puigdemont para arrancar la amnistía, sin embargo, en general, nos arrastran a negociaciones con muchos brillos y espejitos, que hacen mucho ruido en las Españas, pero que no nos conducen a ningún sitio. El ejemplo más reciente y claro es todo lo que está pasando sobre el debate de la financiación, a raíz de los acuerdos de ERC con el PSOE para investir a Illa. Es un caso de “conllevamiento” orteguiano de manual, tan obvio que resulta patético que los catalanes participemos como si fuera un debate real.

De entrada, la evidencia de vivir en universos paralelos. En Catalunya es mayoritaria la convicción de que se trata de un acuerdo de papel mojado, sin ningún control mínimo, ni ningún recorrido serio y sin ninguna posibilidad de que sea aprobado en ningún sitio donde tuviera que tramitarse. De hecho, la misma Esquerra está escondida bajo las piedras, perfectamente consciente de que el acuerdo no aguantará ni el test del otoño. En España, en cambio, aprovechan el papel mojado para crear un debate estridente, donde Catalunya vuelve a ser el centro de los ataques propios de la grandilocuencia patriótico-española: insolidaridad, agravio comparativo, “se cae España”, y el largo etcétera de mentiras que tan a menudo nos dirigen, con total impudicia. Es decir, que por culpa de los intereses tácticos de ERC, hundida en su crisis y ansiosa de rehuir unas nuevas elecciones —en las que presumiblemente iría a peor—, el partido ha jugado con una cuestión tan fundamental como la financiación sin ninguna capacidad de resolverlo y, en consecuencia, alimentando la fiera anticatalana.

No habrá concierto económico, ni financiación singular, ni nada que cambie la situación de agravio económico que sufre Catalunya: lo sabe Esquerra, lo sabe —y lo dice— el PSOE, lo saben los Sumar y sus restos y lo sabe también el PP. Pero a todo el mundo le interesa hacer un gran ruido en torno a una cuestión sensible: a los de ERC, para hacer creer que han superado la etapa de las escurriduras y han aprendido a negociar; al PSC de Illa, para hacer ver que no tienen un simple proyecto de españolización de Catalunya; y al PP, porque alimentar la bestia de la insolidaridad catalana, siempre espolea el patriotismo español. Y así, el problema de la financiación catalana, como todo el problema catalán, vuelve a “conllevarse” sin resolverse en ningún sentido. Lejos de escapar de este círculo vicioso e inútil, parece que muchos catalanes tengan vocación eterna de hámster, felizmente instalados en la patética ilusión de creer que van hacia algún sitio.