Durante estos últimos días, en casa hemos disfrutado de lo lindo leyendo y escuchando como el periodismo procesista pintaba la victoria de Giorgia Meloni en Italia como la vuelta del mismo Mussolini en persona, previa al inexorable desparramamiento del fascismo por toda Europa. El hecho no sólo certificaba que nuestra clase plumista es más bien justita (o que, en todo caso, hizo novillos en la clase de introducción al fascismo), sino que manifestaba a la perfección como los líderes de la esquerrovergencia se agarrarán a la bambalina de cualquier fantasma totalitario para disfrazar la olla de cinismo que enfanga la política del país. Catalunya ofrece poca cosa nueva, y la operación ya ocurrió con Vox en las últimas elecciones a la Generalitat, pero no hay nada que se repita de la misma forma y resulta enternecedor ver como la partitocracia indepe ha celebrado la llegada de Meloni para seguir escondiéndose.
Aparte de eso, lo que hace troncharse de risa es comprobar cómo la generación de periodistas y opinadores que llevan lustros tragándose las mentiras de Puigdemont y Junqueras ahora se quieran erigir en tumba del fascismo. Es desde esta nueva versión del cinismo tribal que hay que entender la última ocurrencia de Aragonès para pedir un acuerdo de claridad con el Gobierno y la respuesta de Junts amenazando al Molt Honorable con una moción de confianza. A estas alturas, todo el mundo sabe que el clamor del president es un brindis al sol (Moncloa no tardó ni una horita en sugerir que la claridad se la meta por el coxis) y que los convergentes no se marcharán del Govern por el simple hecho de que la administración les regala una cuota de sueldos por metro cuadrado que ni dios quiere perder. Este es un matrimonio en crisis con una salud de hierro que nadie quiere romper por miedo de ceder los muebles del pisito.
Los partidos catalanes se han convertido lentamente en un arma de distracción masiva con el único incentivo de infantilizar el país
Los partidos catalanes se han convertido lentamente en un arma de distracción masiva con el único incentivo de infantilizar el país. No es ninguna casualidad que uno de los hits del discurso del Molt Honorable en el último debate en el Parlament fuera el de ampliar el margen de la T-Jove hasta los 30 años, un objetivo de aparente nobleza y alivio para los habitantes de subsuelo, pero que tiene como sustrato conceptual el hecho de alcanzar permanentemente la juventud para que la postadolescencia llegue a las tres décadas y así se pueda tratar una parte de la ciudadanía adulta como si fueran chiquillos precarios. También ha pasado con los preámbulos de la celebración del lustro del 1-O, en que los granos en el culo de la antigua Convergència han firmado documentales para reavivar la organización de una forma muy sensacionalista, casi como si la votación fuera un videojuego y mostrando a los artífices como los fantasmas de un pasado glorioso.
También hemos disfrutado de lo lindo comprobando como la vieja Convergència de siempre sacaba del pozo del olvido al inefable Jordi Sànchez para que el antiguo capataz de Junts se apropiara de un referéndum que los partidos catalanes nunca quisieron hacer porque sabían que expondría toda su falta de determinación. Si ahora Marta Rovira también se reivindica como uno de sus factótums es porque sabe que España ya piensa en cómo hacerla volver al país para que sea ella misma quien desautorice el 1-O delante de sus votantes. Así lo hizo Pere Aragonès con la pamema de un referéndum de verdad que suplante el día que estamos a punto de celebrar. España nunca había tenido unos virreyes tan obedientes en Catalunya y Pedro Sánchez no tiene que dedicar demasiados esfuerzos para comandarlos (ya tiene bastante con la revuelta cantonalista de los barones que juegan a bajar impuestos para salir en el telediario).
Por ironías de la vida, si alguna cosa le falta al país, hoy por hoy, es claridad.