En Elna los carteles están en bilingüe y no todos los camareros te responden en francés: algunos lo hacen en castellano. Perdonen si aprovecho el comienzo de este artículo para hacer una severa advertencia sobre la situación del catalán en la Catalunya Nord, después de cinco años de visitas regulares: el retroceso, más allá de las paredes de algunas aulas, es total. Lo digo porque aquí abajo nos recreamos a menudo en ficciones sobre oficinas institucionales, delegaciones de TV3, sedes de Òmnium, himnos de la USAP y almacenes con urnas y papeletas, como si allí arriba se viviera una especie de renacimiento cuando en verdad el cataclismo es dramático, casi devastador. No se pueden pedir milagros, claro, ni siquiera en Elna, pero resulta triste comprobar cómo la realidad en la calle no se corresponde en absoluto con la realidad de los letreros. Más bien el bilingüismo de los letreros parece, como en Perpinyà, un acto de caridad o condescendencia. Me lo dicen a menudo los activistas de la zona: "siempre acabamos encontrándonos los mismos". Tenemos un problema y un aviso. Una máquina del tiempo, del norte hacia acá y muy cerca, que nos confirma lo de “o independencia o asimilación”. Al fin y al cabo, con la autonomía ni la inmersión se salva.
El acto de Puigdemont fue un eclipse, como tantas veces cuando el president interviene para agitar todo el tablero político catalán. Con todos los defectos y con todos los errores —asumidos explícitamente, por cierto— el president Puigdemont demostró por qué todavía es el único “material político” (en la desafortunada terminología de la política catalana underground) que puede herir a Goliat allí donde más le duele. Es algo más que el mal menor, es el dedo en la llaga. Todavía. Y a pesar. Su conferencia venía a redondear su autoprofecía (paciencia, perseverancia y perspectiva) y salvaba, tarde pero efectivamente, su promesa de volver. Quedan algunos interrogantes por responder, claro, pero la incógnita principal ha quedado desvanecida: se presenta, y se presenta con la teórica protección de una amnistía, y renunciando expresamente a la inmunidad europea. Además, se presenta aunque esta protección legal (pendiente de aprobarse) no fuera tenida en cuenta por los tribunales españoles. He dicho que quedan algunos interrogantes por responder, pero, sinceramente, lo cierto es que no veo muchos: admitió que el contexto no es el de activar la DUI, pero que la DUI está latente y lo condiciona todo. Ofreció claramente un tiempo (una cuenta atrás) para una negociación en Suiza que intente resolver el conflicto en serio, y que lo haga con las partes hablando en igualdad de condiciones. Subrayó que su demanda será la de un referéndum de autodeterminación acordado, y no ninguna fórmula intermedia ni ningún turbio acuerdo de claridad. También dijo que había cuestiones inmediatas por resolver, empezando por la de la financiación y la inversión estatal, ofreciendo unos datos directamente humillantes. Habló muy directamente de los problemas de la lengua, de que esta haya sido su primera razón para hacer política, y habló de identidad: vivimos en un país en el que es mucho más fácil que te reconozcan sentirte mujer (u hombre) que sentirte oficialmente, exclusivamente, catalán. En Suiza se acumula trabajo, y la amnistía, como parece comprobarse, no era ningún final sino un comienzo. En España, por su parte, veremos qué ficha mueven, ahora que los peones judiciales (sus nuevos militares y su único botón rojo) están perdiendo tanta efectividad.
La verdadera advertencia de Elna viene de fuera de las paredes del ayuntamiento: o independencia, o patois
Sánchez dice que todo esto es "el pasado". Bueno, en efecto, es el pasado, pero aún es más pasado el Estatut, el autonomismo, el corsé del 78 y el café para todos. La rueda del hámster, o el día de la marmota, se parecen más a todo esto y de hecho son el origen del problema. Otros sectores han apuntado también a que el discurso de Elna apela a las emociones. Bueno, no veo el problema. No existe el voto no emocional. Las emociones humanas, si las contamos, no son muchas: la alegría, la euforia, el amor, el odio, la tristeza, el miedo, el asco, el aburrimiento, la decepción. Hace años que en Cataluña la emoción predominante es la decepción, el desconcierto, la tristeza e incluso la rabia. Comprensible. Y compartido. Ahora bien: apelar a estas emociones es también hacer un discurso emocional. Como también lo es apelar a las aburridas recetas de Illa, o al miedo por si llega el PP con Vox. Emociones, en todas partes, a raudales. Puigdemont escogió una emoción determinada, que fue la de ese optimismo que busca devolver una moral de victoria. Puede criticarse la oportunidad de este discurso, o combatirlo con argumentos racionales, claro: ahora bien, la moral de victoria también puede ser un argumento racional. Más que racional, puede ser un discurso perfectamente realista, pragmático y demostrable con el tiempo. Hay razones para el optimismo, quiero decir, tal y como existen emociones en los escépticos. La envidia, ¿ves?, también es una.
La verdadera advertencia de Elna viene de fuera de las paredes del ayuntamiento: o independencia, o patois. Este tampoco es un discurso puramente emocional, basta con ir o simplemente echar un vistazo (una audición) a las calles y tiendas de Barcelona. Y si es emocional, lo es en todo caso desde la rabia, la indignación y la preocupación. Lo de las emociones, como sabemos los adultos, es cuestión de aprender a gestionarlas. La paciencia, la perseverancia y la perspectiva pueden ayudar a ello.