A medida que van pasando los años, recordamos y analizamos aquello que aprendimos cuando éramos pequeños. La educación que recibimos en las primeras etapas de la vida nos marca significativamente para siempre.
Recuerdo frecuentemente momentos que viví en el colegio de Santa Ana, de las monjas discípulas de María Rafols. Entre las hermanas, había una que nos ha marcado a muchas de las compañeras que por allí pasaron mientras las monjas gestionaban el centro. La Hermana Manuela. No sabría decir cuántos años tenía cuando me dio clase. Porque siempre pareció mayor. Pasados los años, ya siendo yo madre, nos encontramos por la calle, y aunque evidentemente estaba algo más marcada por los años, seguía siendo prácticamente la misma. Alta, con la piel muy blanca, como su hábito, unos ojos claros —casi grises— que te traspasaban y unas manos finas con dedos larguísimos. Era una mujer de modos exquisitos, firme, dura e implacable. Era una de esas personas que tienen autoridad tan solo con su presencia. Jamás levantó la voz en clase. No le hacía falta para generar en nosotras una mezcla entre temor y respeto. Nos llevaba “firmes como velas” y nos “apretaba” a la hora de estudiar, de expresarnos con corrección, de hacer el trabajo “limpio y bien hecho”. Dura, muy dura. Y justa. Probablemente, una de las mejores maestras que he conocido. Nos enseñaba lengua, literatura, algo de latín. Pero sobre todo nos enseñaba educación: observar con atención y saber “comportarnos”. Y de vez en cuando, lanzaba alguna de sus “frases lapidarias” que quedaron para siempre grabadas. “Talegón, el clavo que sobresale es el que se lleva el martillazo". "O eres clavo, o eres martillo. Y la conciencia te debe guiar para no equivocarte”. No sería capaz de contar la cantidad de veces que esas palabras vienen a mi mente.
Desde bien pequeña me metía en charcos porque una situación me parecía injusta y creía que había que decirlo. A la Hermana Manuela sé que le parecía bien, pero tuvo la grandeza de darme un aviso para estar bien preparada antes de “chapotear”. ¿Somos clavos o martillos? Depende. La vida nos posiciona —o nosotros mismos— en distintas circunstancias y nos brinda la oportunidad de aprender y actuar. De decir si damos un paso adelante y asumimos los golpes que nos vamos a llevar, si preferimos tragar y someternos, si somos los que golpean sin piedad. La metáfora de la Hermana Manuela da para reflexionar. Ser clavo o martillo no es bueno ni malo per se. Casi nada en la vida lo es. Todo depende de qué motivaciones te hacen elegir, te mueven desde dentro. Si hay o no reflexión, margen de reacción y conciencia.
Esta semana, con todo este follón de la ley de amnistía y de los “papelones” que estamos viendo por parte de distintas instancias del poder, aparecía Felipe González para soltar una sus “filípicas”. Lo que dice este señor sigue generando impacto e interés, a pesar de que la mayoría de las veces, en mi opinión, me genere un profundo rechazo. Pero invita, sin duda, a reflexionar, y eso es siempre de agradecer. Pedía Felipe González a la ciudadanía que “no confunda el verdadero significado (de la amnistía)”, y explicaba que no es "perdonar" a los líderes independentistas catalanes encausados por el procés, sino "pedirles perdón" y "legitimar que lo vuelvan a hacer”. Añadía que “la gente confunde la amnistía con el perdón” y enfatizaba: “Yo solo quiero recordarle que no estamos perdonando, estamos pidiendo perdón”. Algo que le parece, además, “escandaloso”.
Ser clavo o martillo no es bueno ni malo per se. Casi nada en la vida lo es. Todo depende de qué motivaciones te hacen elegir, te mueven desde dentro
Mientras escuchaba sus reflexiones, que versaban sobre los “problemas diarios de la gente” y “la tensión que nos generan los políticos”, se me escapaba una carcajada. Esa manera de querer darle la vuelta al asunto, al tiempo que me parece que tiene razón, me hizo gracia. Y me acordé de lo de los clavos y los martillos. Me explico: me hizo gracia porque la intención con la que González hace semejante exposición es la de indignarnos. La de decirnos que somos idiotas por no enterarnos del supuesto engaño, mediante el cual, parece que estamos siendo magnánimos al “perdonar”, cuando, en realidad, estamos arrodillándonos y poco menos que “suplicando clemencia a los indepes”. Y me reí porque, en realidad, tiene razón. Porque lo cierto es que, como ya he dicho en otras ocasiones, la amnistía supone tener que reconocer que no hay otra manera de resolver el enorme entuerto que se ha creado, salvo deshaciendo el nudo casi por “arte de magia”. Este “borrón” viene a suponer, efectivamente, tener que hincar la rodilla y reconocer que es necesario “desfacerlo” todo. Claro que supone, en realidad, pedir perdón: por las noticias manipuladas y falsas, por el retorcimiento de la ley, por la generación de odio entre conciudadanos, por la violencia, por el miedo, por la censura, por el destrozo de la convivencia. Y por echarle la culpa a quienes han sido víctimas. Es verdad que supone “tener que reconocer” que “tanto ruido” creado hoy resulta, por fin, vergonzoso. Y no se puede pasar por alto que la amnistía no se condiciona a tener que “pedir perdón” por parte de los amnistiados. Efectivamente, con ella, se está “pidiendo perdón” al eliminar las condenas por parte del ejecutivo y del judicial. Claramente, son unas “disculpas” de esas que casi no se escuchan; las del niño puñetero que, sabiendo que se ha pasado, arrastra los pies y lo único que quiere es pasar página y salir corriendo. Y que pide “perdón” porque le están retorciendo la oreja para que lo haga, claro. Los martillos convertidos en clavos, podría ser. Y es lógico que les escueza, que les moleste, como a Felipe González, que no ha conseguido salirse con la suya. De hecho, lleva años haciendo agujeros en su propio barco (metafóricamente hablando) y parece no comprender por qué se llena de agua.
La Hermana Manuela nos explicaba que en la vida no siempre se es clavo o martillo. Pero que, cuando no te quede más remedio que ser una cosa u otra, procurases serlo de manera coherente, humana y responsable. De hecho, a veces no tenemos claro en qué papel estamos. Y eso es también un poco lo que apuntaba González, presentando la dicotomía entre “perdonados” y “perdonadores”. Y esa reflexión me apareció de nuevo cuando me encontré con un análisis de Neil Oliver, que hablaba de otra cosa diferente, pero en esencia, de lo mismo. Él se refería a la experiencia del Covid, que puso de manifiesto actitudes que no deberíamos pasar por alto. Concretamente, reflexionaba sobre aquellas personas que, ante la primera oportunidad que se les ha presentado en la vida, han elegido comportarse “como la Gestapo”. Esos que “estaban listos para ponerse el uniforme y patear puertas”. Oliver señala que, “cuando finalmente la opción se presentó, cuando las personas estábamos siendo clasificadas” se recorrieron caminos llenos de injusticia. Y hoy, echando la vista atrás, es evidente. La cuestión está en que nadie ha pedido perdón y, es más, se martilleó a quienes defendieron derechos y libertades como si fueran culpables. El analista pone el foco, precisamente, en el hecho de que, si no se aclaran las cosas, si no se pide perdón y se asumen consecuencias, cuando todo vuelva a pasar, habrá problemas de nuevo. Algo que también tiene que ver con lo que apuntaba González: pues estaba convencido de que los “independentistas lo volverán a hacer”. Como si fuera una amenaza, un vaticinio de apocalipsis.
La clave, en mi opinión, está en qué pasará como consecuencia si “lo vuelven a hacer”. Porque ahí radica la amnistía, lo del perdón y el perdonado. Como en la pandemia. Si no tenemos claro lo que ha pasado en realidad, seguiremos pensando que hemos sido clavos cuando en realidad quizás hayamos sido martillos. O viceversa. La reflexión es lo que nos hace humanos. No nos garantiza acertar, pero al menos puede evitar que nos equivoquemos.