Durante años, las cloacas del Estado español han sido el arma principal en la persecución del independentismo catalán. Esta caza ha involucrado la manipulación de recursos públicos, la creación de tramas falsas y el uso de medios oscuros para deslegitimar un movimiento político legítimo. No fue el procés en sí mismo el que desencadenó esta persecución, sino que se arrastra desde mucho antes, cuando el Estado español entendió que la autodeterminación y la independencia catalana representaban una amenaza existencial para su estructura. 

Es irónico cómo quienes hoy se rasgan las vestiduras hablando de la malversación del procés no señalan la que probablemente sea la verdadera malversación: el desvío masivo de recursos públicos hacia las cloacas del Estado. La denominada Operación Catalunya, antes llamada Operación Barna, una trama compleja y difusa, se ha convertido en el símbolo de esta guerra sucia cuyo objetivo ha sido la criminalización del independentismo y el debilitamiento de sus estructuras políticas, sociales y económicas. Desde los inicios de la supuesta trama del 3%, se fue construyendo un relato en el que el independentismo era sinónimo de corrupción, cuando en realidad estas acusaciones formaban parte de una maquinaria destinada a debilitar políticamente a los líderes soberanistas. 

La criminalización del independentismo no es un fenómeno reciente, sino un proceso meticulosamente calculado que ha ido mutando con los años. Desde la época del president Pujol y las primeras tensiones con el gobierno central, el Estado español ha invertido ingentes recursos en construir un relato que identificara el independentismo con prácticas ilícitas. Se ha llegado a desarrollar toda una narrativa en la que ser independentista no solo era una opción política, sino un acto criminal. 

El llamado caso del 3%, en su origen, parecía el golpe definitivo para desmantelar Convergència i Unió (CiU), un partido que defendía el autogobierno catalán y que, en última instancia, derivó en el auge del movimiento independentista. Aunque ciertos elementos de corrupción pudieron existir —como ocurre en la política de cualquier país—, pronto quedó claro que no se trataba de purgar prácticas ilícitas, sino de una operación mucho más amplia y coordinada para desacreditar todo el independentismo y su entorno. 

El Estado español ha invertido ingentes recursos en construir un relato que identificara el independentismo con prácticas ilícitas. Se ha llegado a desarrollar toda una narrativa en la que ser independentista no solo era una opción política, sino un acto criminal

Esta semana darán inicio los trabajos de la Comisión de Investigación de la Operación Catalunya en el Parlamento español. Este es un momento crucial, una oportunidad única para comenzar un proceso de regeneración democrática que el Estado español necesita con urgencia. La Operación Catalunya no es solo un capítulo más en la larga historia de conflictos entre el Estado y Catalunya; es un síntoma de la podredumbre en las instituciones, que permitió que un aparato clandestino y corrupto se dedicara a socavar los derechos y libertades de un movimiento legítimo. 

Este proceso de investigación debe tener un objetivo claro: llegar hasta las raíces mismas de esas cloacas del Estado que se encargaron de crear una auténtica máquina del fango. Durante años, las acusaciones de corrupción contra el independentismo han servido como excusa para desmantelar sus estructuras, desprestigiar a sus líderes y generar un clima de sospecha y criminalización que ha permeado buena parte de la sociedad. Pero ya no es suficiente con quedarse en la superficie. Es hora de levantar las alfombras, abrir las ventanas y permitir que el aire fresco y la luz penetren en los oscuros rincones de la política estatal. 

Es crucial que esta Comisión de Investigación cuente con los medios, la independencia y el respaldo necesarios para llegar hasta el final, caiga quien caiga. Sin una investigación profunda y transparente, todo intento de regeneración democrática quedará en meras palabras vacías. No se puede avanzar hacia un futuro democrático si no se confronta el pasado, si no se escudriña el origen de las tácticas sucias utilizadas contra el independentismo y su entorno. Se debe llegar a saber quiénes orquestaron esta persecución, cómo lo hicieron, cuándo y, quizás lo más importante, a cambio de cuánto. 

Los medios públicos que se han utilizado para sostener esta maquinaria corrupta —las redes de espionaje, la fabricación de pruebas y las campañas de difamación— representan un desvío de fondos que podría considerarse la verdadera malversación en torno al procés. Mientras se acusa a los líderes independentistas de gestionar mal los recursos, el Estado español ha gastado cantidades desorbitadas en una guerra sucia que no solo socava la integridad de Catalunya, sino la del propio Estado de derecho.

No se puede hablar de regeneración democrática sin hacer una reflexión profunda sobre lo que ha sucedido en estos años. El procés y la respuesta del Estado español no son hechos aislados; forman parte de una estrategia mucho más amplia, una estrategia que ha hecho uso del miedo, la represión y la manipulación para sofocar una demanda legítima de autodeterminación. Y esa estrategia no comenzó en 2017, sino mucho antes. Fue en las décadas previas cuando se sentaron las bases de lo que culminaría en la brutal respuesta del Estado ante el referéndum del 1 de octubre y la posterior represión política. 

Mientras se acusa a los líderes independentistas de gestionar mal los recursos, el Estado español ha gastado cantidades desorbitadas en una guerra sucia que no solo socava la integridad de Catalunya, sino la del propio Estado de derecho. 

La Operación Catalunya debe entenderse en este contexto. No es solo una trama de espionaje y difamación contra algunos líderes políticos y su entorno; es un ejemplo de cómo el Estado ha utilizado su poder para criminalizar y desmantelar un movimiento político legítimo. La Comisión de Investigación no puede permitirse ser otra comisión más que acabe en una serie de recomendaciones que luego caen en el olvido. Esta vez, el trabajo debe ser riguroso y profundo, llegando hasta las últimas consecuencias. 

Los ciudadanos catalanes, y también los ciudadanos del resto del Estado, tienen derecho a saber la verdad. Tienen derecho a saber cómo se utilizaron sus impuestos para financiar operaciones ilegales y cómo estas operaciones no solo afectaron a los líderes políticos independentistas, sino a toda una sociedad que, en muchos casos, se ha visto envuelta en un clima de sospecha y persecución. Solo con transparencia, con justicia y con la rendición de cuentas, se podrá empezar a sanar las heridas de estos últimos años. 

Es necesario recordar que la regeneración democrática no es una simple cuestión de cambiar rostros en el poder o de aprobar nuevas leyes. Es un proceso que requiere coraje para enfrentar los errores del pasado, para señalar a los responsables y para asegurarse de que esas prácticas nunca más vuelvan a repetirse. La Operación Catalunya es un test crucial en este sentido. No solo se trata de destapar los mecanismos oscuros que se utilizaron para combatir el independentismo, sino de garantizar que las instituciones democráticas funcionen de manera transparente y en beneficio de todos los ciudadanos, sin importar su ideología política. 

Si realmente queremos hablar de democracia, primero debemos mirar hacia atrás y reconocer el precio que se ha pagado por la represión y la persecución del independentismo. Solo entonces podremos avanzar hacia un futuro donde las diferencias políticas se resuelvan en las urnas y no en los tribunales o en las cloacas del Estado, porque de esas tierras vienen estos lodos y es así como de las cloacas se pasa al Estado.