La privacidad y el derecho a la intimidad son pilares esenciales de cualquier democracia. La protección de estos derechos debería ser incuestionable, pues en ellos reside la esencia de la libertad individual frente al poder del Estado. Sin embargo, en España, estas garantías han sido sistemáticamente vulneradas, especialmente cuando los afectados son ciudadanos considerados incómodos para las instituciones o el Gobierno. El caso Pegasus, que implica el espionaje a más de 65 personas vinculadas al independentismo catalán, y las medidas invasivas en investigaciones como el caso Volhov, que permitieron acceder al contenido completo de los teléfonos móviles de múltiples afectados, evidencian un patrón de abuso de herramientas tecnológicas y procedimientos legales. Estas actuaciones han servido para construir causas que criminalizan no solo a líderes políticos, sino también a su entorno social, cultural y legal, violando derechos fundamentales en el proceso. 

Durante años, las instituciones del Estado, incluida la Fiscalía, han sido cómplices o permisivas con estas prácticas. No hemos visto una defensa activa de los derechos fundamentales cuando estas herramientas se utilizaron contra ciudadanos catalanes, abogados o políticos independentistas. Por el contrario, se ha normalizado una narrativa que justifica estas acciones bajo pretextos como "proteger la unidad de España" o combatir supuestos delitos, muchas veces inexistentes, de corrupción y desestabilización política. 

Sin embargo, el panorama cambia cuando las actuaciones judiciales afectan a figuras como la Fiscal Jefe de Madrid, Pilar Rodríguez Fernández, o al Fiscal General. De repente, se alzan voces en defensa de la intimidad y la proporcionalidad en las medidas de investigación. Esta reacción pone de manifiesto un doble rasero que no solo erosiona la credibilidad de las instituciones, sino que también cuestiona su compromiso con el Estado de Derecho. Más aún, expone la hipocresía de quienes ahora defienden derechos que anteriormente silenciaban o ignoraban. 

Lo que antes se consideraba aceptable, hoy resulta inaceptable solo porque afecta a miembros de las propias instituciones

Desde 2017 Pegasus ha sido utilizado para espiar a ciudadanos catalanes, incluidos abogados, periodistas, activistas y políticos. Aunque el Centro Nacional de Inteligencia (CNI) admitió haber espiado a 18 personas con autorización judicial, las investigaciones demostraron que el alcance fue mucho mayor, afectando a más de 65 individuos. Lo más grave es que estas acciones no fueron casos aislados ni respondieron siempre a investigaciones justificadas, sino que formaron parte de un esquema de vigilancia sistemática contra el independentismo catalán y su entorno. Además de violar la privacidad, el uso de Pegasus ha socavado otros derechos fundamentales, como la confidencialidad entre abogado y cliente, imprescindible para garantizar un juicio justo. Cuando los abogados son objeto de espionaje, se rompe esta base esencial del sistema judicial, poniendo en peligro tanto los derechos individuales como la integridad de los procesos legales. 

El caso Volhov demuestra cómo las instituciones han utilizado métodos invasivos para construir una causa general contra el independentismo catalán. Acceder al contenido de los teléfonos móviles de los investigados sin un propósito claro y utilizar esos datos para justificar objetivos políticos es una práctica que vulnera gravemente los derechos fundamentales. Más preocupante aún es que la obtención de estos datos haya sido encargada a particulares, reflejando una alarmante falta de rigor en el respeto a las garantías legales. Este enfoque no solo afecta a los investigados, sino que sienta un precedente peligroso que puede volverse contra cualquier ciudadano o colectivo. Como vemos ahora, incluso fiscales pueden terminar siendo víctimas de estas mismas herramientas que, hasta hace poco, defendían o justificaban. 

Resulta irónico que sea ahora, tras la intervención de las comunicaciones de la Fiscal Jefe de Madrid y del Fiscal General, cuando se comienza a hablar de la importancia de respetar el derecho a la intimidad y el secreto de las comunicaciones. Este reconocimiento llega demasiado tarde para las decenas de ciudadanos que durante años han sido objeto de vigilancia por parte del Estado. El doble estándar es evidente: lo que antes se consideraba aceptable, hoy resulta inaceptable solo porque afecta a miembros de las propias instituciones. Además, en cada comunicación interceptada, los afectados son al menos dos: quienes se comunican entre sí. Esto multiplica las vulneraciones, pues involucra también a familiares, amigos o colegas. Sin embargo, durante años la Fiscalía no cuestionó estas prácticas, ni se posicionó en defensa de la legalidad. Ahora que algunos fiscales son objeto de estas mismas medidas, las instituciones parecen haber redescubierto la importancia de los derechos fundamentales. 

Estos casos dejan claro que los derechos fundamentales no pueden ser negociables ni aplicados de forma selectiva. Una democracia sólida no puede permitirse el lujo de defender estos principios solo cuando conviene. La privacidad, el secreto de las comunicaciones y la intimidad deben ser protegidos sin excepciones, independientemente de quién sea el afectado o su posición política. La incoherencia en la defensa de estos derechos no solo erosiona la confianza en las instituciones, sino que también transmite un mensaje peligroso: que la legalidad y la justicia pueden moldearse según intereses políticos o corporativos. Este mensaje mina los pilares del Estado de Derecho y pone en peligro las libertades de todos los ciudadanos. 

La incoherencia en la defensa de estos derechos transmite un mensaje peligroso: la legalidad y la justicia pueden moldearse según intereses políticos o corporativos

El respeto por los derechos fundamentales no es una cuestión de conveniencia política, sino un imperativo ético y legal. Los casos Pegasus, Volhov y las intervenciones a los fiscales deben ser un punto de inflexión para establecer límites claros al uso de herramientas de vigilancia y garantizar que las instituciones actúen con coherencia. No se puede construir una democracia sólida si los derechos de los ciudadanos se subordinan a intereses políticos. 

Es hora de que las instituciones asuman su responsabilidad en la defensa de los derechos fundamentales y actúen de forma coherente y transparente. Solo garantizando una protección universal e incondicional podremos construir una sociedad verdaderamente justa y libre. Sin esta coherencia, la democracia corre el riesgo de convertirse en una ilusión vacía, incapaz de sostener sus propios principios. 

En definitiva, ni la Fiscal Jefe de Madrid ni el Fiscal General tienen más derechos que el resto de ciudadanos; en realidad tienen los mismos y estos derechos, sea quien sea el titular, han de ser defendidos… Para los espiados durante años ya se llega tarde y esa es la gran crítica que ha de hacerse a quienes hoy se han reconvertido en defensores acérrimos del derecho a la intimidad, pero que durante años han guardado un silencio cómplice o han sido parte sustancial del problema.