Por el lenguaje los conoceréis, con fijarte en las palabras te basta. Lo sabe un buen lector, o psicólogo, o policía, o comerciante o analista político. Los hay que les basta con una palabra para entenderlo todo, se abren todas las cerraduras, incluso la de la caja fuerte. Sabréis qué clase de personas son por como hablan, por cómo eligen las palabras. De hecho, no hablamos un idioma sino que es el idioma que habla a través de nosotros, de la misma manera que habla nuestra especie a través de nuestro cuerpo y el de nuestros hijos. Desconocemos la historia por la manipulación política de algunos, precisamente a través de unas cuantas palabras fetiche. Como el concepto español del imperio, tan grotesco y arrogante durante el franquismo. Se va repitiendo una y otra vez para mostrar la gran herida del nacionalismo español, la gran tragedia que quiere revertir (en vano) el fascismo español: la pérdida irreparable de todos los territorios coloniales de América y de Asia en menos de cien años. Ahora tome usted su pasaporte español si lo tiene y ábralo por el principio. Hay un enorme mapa de la América española que conmemora cuatro viajes de Cristóbal Colón hace quinientos años. Más o menos hace la misma función que cuando Mussolini reclamaba para Italia los límites del imperio romano con sus mapas. Pero lo hacía antes de la guerra mundial, no ahora.
De la obsesión española por poseer un imperio vino el desastre de Annual de 1921. La carnicería de veinte mil soldados, abandonados por sus superiores que huyeron valiéndose de sus medallas, sin víveres, ni munición ni una mínima organización logística. Una carnicería que acabará con la monarquía de Alfonso XIII, la República, el franquismo y que hoy continúa lastrando el régimen patriótico español de 1978. Porque aquel episodio fue de una claridad muy particular, muy sincera. El fantasma de Annual es el fantasma de la incompetencia española, el de la corrupción perpetua y el del complejo de superioridad de determinados actores políticos, hoy como ayer, intoxicados de testosterona y de palabras venenosas como imperio. Entre los mensajes y telegramas que intercambia Alfonso XIII con sus generales africanistas que matan moros, que se imaginan infantilmente que son el Cid o san Fernando, con armas químicas, con aviación, con armas de última generación, hay una que produce escalofríos. Permite entender muchas cosas porque la pronuncia el rey como la pronunciará después el general Franco: Cruzada. Moros o catalanes, da igual, todos somos iguales porque todos somos extranjeros, todos somos igualmente inferiores a los ojos del fascismo español.
Hace años hablé con José Luis de Vilallonga y Cabeza de Vaca, el añorado marqués de Castellvell. Me sirvió un whisky, mientras se retorcía el pelo detrás de la nuca. Me explicó parte de aquellos hechos desventurados, inhumanos, de Annual. Los conocía de primera mano porque tenía un padre muy estirado, Salvador de Villalonga y de Càrcer, que había sido ayudante y confidente del general Miguel Primo de Rivera. Parece ser que Alfonso XIII, rey estratega sin ni la más remota idea de estrategia, rey henchido y sietemachos que se excitaba con los uniformes de colores llamativos, con las bandas militares y las banderitas, con el exhibicionismo de las paradas, con la inmutable jerarquía del Ejército, siempre se imaginó que poseía una grandeza que, en realidad, no tenía. Necesitaba ser extraordinario cuando no podía destacar por ninguna calidad. De modo que se sentía atraído por los militares más frívolos y bocazas, más emplomados, por los cortesanos más reaccionarios y clasistas, por la exaltación de una masculinidad tan sincera como prehistórica. Y concretamente por su favorito, el general Fernández Silvestre, joven veterano de la guerra de Cuba, con quien jugaba al conocido juego adolescente de las mutuas provocaciones. No tienes lo que hay que tener para atacar por sorpresa al moro y echarlo de Alhucemas, general, y sin hacer demasiado preparativos. Esto de hacer la guerra escribiendo sobre un papel un gran plan y haciendo al lado muchos números es cosa de gente limitada. La guerra necesariamente debería ser otra cosa. Un ritual de valientes, de temerarios, de hombres de verdad ...
De modo que, una mañana, el general Fernández Silvestre telegrafió el rey para decirle que, con el ejército, se había introducido en territorio enemigo, a las bravas, y que por Santiago o, como muy tarde, por el día del cumpleaños del rey, el primero de agosto abriría una botella de champagne en Alhucemas y celebraría la victoria. Que se había decidido y ya está. El champán siempre ha servido muy bien al fachenda. Y del fachenda siempre nos sale el facha, el fascista, de este grave complejo de superioridad que divide a los humanos en superiores e inferiores, en machos y nenas, en valientes y cobardes. Alfonso XIII no se lo podía creer, qué atrevimiento más viril, qué determinación más buena. Respondió con otro telegrama que retrata perfectamente el universo mental del rey africano: “Olé tus cojones”.
Muchos de los testículos de los soldados a las órdenes de Fernández Silvestre, que murió en la escabechina contra Abd El Krim, fueron amputados por los rebeldes rifeños y utilizados para ridiculizar sus cadáveres. Abrían las bocas y los dejaban allí, los cuerpos sin enterrar, bajo el sol inclemente de África.