1. La judicialización de la política. ¿Cuándo se puso de “moda” querer ganar en los tribunales lo que no se había podido ganar en las urnas? El fiscal y magistrado emérito del Tribunal Supremo (TS), José Antonio Martín Pallín, y el catedrático de derecho constitucional de la Universidad de Sevilla, Javier Pérez Royo, llevan años denunciando esta práctica. Martín Pallín incluso ha escrito que no es bueno que un país esté gobernado por los jueces y que, cuando eso pasa, “es síntoma de una patología que indica que el sistema ha fallado”. Se refiere al sistema democrático. Los jueces españoles, con escasas excepciones, se han convertido en ulemas que imponen su interpretación de la ley con el mismo extremismo que en Irán lo hacen los ayatolás.

Pérez Royo siempre ha defendido que la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut de 2006 fue “un golpe de Estado perpetrado por el PP”. Instigado por el PP, diría yo, porque contó con la adhesión de mucha gente del PSOE que pensaban igual que Juan Alberto Belloch ahora. Otro juez y político que cree que Catalunya genera un problema institucional mayor que el terrorismo. Los jueces estrella también han dañado la política. Porque incluso admitiendo que en ciertos casos era perentorio que intervinieran, acudir al juzgado de guardia para dirimir cuestiones estrictamente políticas debilita la democracia, especialmente en un Estado donde la elección de los jueces es posiblemente el proceso más opaco que existe. La división de poderes es el cimiento de toda democracia, pero cuando uno de los poderes intenta usurpar las funciones de otro es que el sistema está tocado.

2. Tribunales cómplices. La Junta Electoral Central (JEC) es un órgano administrativo y no una instancia judicial. Sin embargo, actúa como si lo fuera. Lo hace movida por las denuncias contra el independentismo que recibe de los partidos políticos de la derecha españolista. El objetivo es desestabilizar la mayoría independentista. Buscan la inhabilitación de políticos porque son incapaces de vencerlos en las urnas. La JEC no puede retirar el escaño a Pau Juvillà, aunque se haya inventado la maniobra de dar las credenciales de diputada a su sustituta, Nogay Ndiaye. Lo único que puede hacer, como ya ha advertido que hará, es denunciar a la presidenta Laura Borràs por el incumplimiento de esta resolución. El blanco es Borràs, conseguir inhabilitarla, y no Juvillà. Los partidos denunciantes son PP, Cs y Vox, a los que la presidenta del Parlament ha parado los pies en varias ocasiones cuando han intentado convertir los plenarios en una especie de Cafarnaúm del españolismo. En este país solo la JEC y la CUP han logrado “mandar a la papelera de la historia” al president de la Generalitat.

Los jueces estrella también han dañado la política. Porque incluso admitiendo que en ciertos casos era perentorio que intervinieran, acudir al juzgado de guardia para dirimir cuestiones estrictamente políticas debilita la democracia, especialmente en un Estado donde la elección de los jueces es posiblemente el proceso más opaco que existe

Los pasos que debe seguir Borràs a partir de ahora deberán tener en cuenta esta variable. Las actitudes resistentes y heroicas solamente debilitan el independentismo. Cuando los socialistas y los comunes se desmarquen de la defensa del escaño de Juvillà, será entonces cuando Borràs tendrá que demostrar que es más lista que otros políticos de su espacio político que se dejaron apartar del poder sin ningún beneficio para la causa general común. Quizás esta sea la hora de que la CUP de su paso hacia un lado. El Estado ha tumbado a los dirigentes del 1-O que fueron detenidos o bien volvieron del exilio voluntariamente y fueron condenados. No se puede repetir el error y ofrecer al estado el sacrificio de los dirigentes nacidos el 1-O. Los réditos tácticos a menudo destrozan las estrategias.

3. La independencia y los jueces. La opción de Carles Puigdemont, Clara Ponsatí, Lluís Puig y Toni Comín de marcharse al exilio y posteriormente ser elegidos eurodiputados se ha convertido en un calvario para el Estado. El españolismo sueña con derrotar a los exiliados en los juzgados internacionales, pero no lo consigue. Sus embestidas provocan daño, obviamente, pero sus derrotas son victorias para el independentismo. No obstante, no tiene sentido desesperarse, pues ningún conflicto político se ha resuelto infligiendo un mayor dolor a una de las partes. Al contrario, alimenta el agravio y prolonga la controversia. El conflicto se hace más gordo. Los españolistas no ganarán jamás si pretenden derrotar al independentismo por la vía de perseguir, juzgar y condenar a dirigentes y activistas independentistas. Del mismo modo, estaría bien que el independentismo dejara de soñar que las victorias judiciales de Carles Puigdemont y los demás exiliados en los tribunales europeos lo cambiarán todo. No será así.

Es evidente que en el caso de que Puigdemont consigue blindarse legalmente y puede plantearse el retorno, esta victoria será proteica y tendrá repercusiones políticas. Si prosperan los recursos en la corte europea de los condenados por la sala del TS que preside el ínclito Manuel Marchena, la crisis del régimen del 78 será colosal. Ahora bien, esos dos hechos por sí mismos —que, por otra parte, deseo que se produzcan—, no forzarán la independencia. Eso sí, tendrán mucho más impacto para obtener la amnistía y para pactar un referéndum de autodeterminación que lo que salga de la raquítica mesa de diálogo que no da ningún fruto. No se trata de imponer la independencia a nadie, como observaba ayer el conseller Giró, otro dirigente nacido del 1-O. La suyo es votar y contarnos. Nos va la democracia en ello.