El reciente anuncio de la entrada en vigor de la Ley Orgánica 1/2025 de Eficiencia del Servicio Público de Justicia ha despertado intensos debates en la comunidad jurídica y en la sociedad en general. Esta ambiciosa reforma pretende modernizar la estructura judicial, mejorar la eficiencia y garantizar un acceso más equitativo a la justicia. Sin embargo, a medida que se analizan los detalles —o más bien, la falta de ellos— surge una crítica cada vez más evidente: se está intentando construir la casa a partir del tejado.

El objetivo de la ley, a priori, es loable. Promover la eficiencia, simplificar la estructura judicial y acercar la justicia al ciudadano son metas innegablemente necesarias. Pero la pregunta fundamental es: ¿cómo se puede implementar un cambio estructural de tal magnitud sin una dotación presupuestaria claramente definida ni un reglamento de desarrollo que especifique los detalles técnicos y operativos? Estas son preguntas básicas, sin perjuicio de otras muchas que surgen a partir de los fines declarados de la ley y su viabilidad o inviabilidad como instrumento para la modernización y agilización de la justicia.

Uno de los pilares fundamentales de la reforma es la sustitución de los 3.800 juzgados unipersonales actuales por 431 tribunales de instancia, un cambio que busca unificar criterios y optimizar recursos. No obstante, la falta de una previsión clara sobre la cantidad de jueces adicionales necesarios para esta transformación genera más dudas que certezas. Sin un cálculo exacto de cuántos jueces serán necesarios, ni un programa previo de formación ni un presupuesto para su contratación, ¿cómo se garantizará la reducción de la carga de trabajo y la mejora en la calidad de las resoluciones?

La experiencia comparada con países de nuestro entorno, como Francia o Alemania, donde existen modelos similares de tribunales colegiados, muestra que este tipo de cambios requieren inversiones sustanciales tanto en infraestructura física como tecnológica y, sobre todo, humana, con su previa capacitación. Los jueces no nacen, se forman. Francia, por ejemplo, cuenta con tribunaux de grande instance y tribunaux d’instance con una plantilla formada, ajustada y financiada adecuadamente. Sin embargo, en el caso español, no se ha presentado un plan claro de formación y financiación, lo que plantea serias dudas sobre su viabilidad real.

En términos comparativos, mientras que Alemania supera los 24 jueces por cada 100.000 habitantes, España se sitúa alrededor de los 11,9 jueces por cada 100.000 habitantes, lo que indica un déficit considerable en términos de dotación humana.

La reforma no aborda con claridad la especialización de los tribunales penales y civiles, lo que podría comprometer gravemente la calidad de la justicia y, también, de la defensa. Un modelo generalista sin especialización suficiente puede conllevar decisiones judiciales menos precisas y justas, dificultando la correcta resolución de casos complejos que requieren conocimientos técnicos y jurídicos especializados.

En el ámbito penal, la falta de jueces especializados podría traducirse en interpretaciones jurídicas dispares y desigualdad en la aplicación de la ley. En el ámbito civil, donde los litigios son cada vez más complejos, la ausencia de especialización podría afectar gravemente la correcta administración de justicia y generar inseguridad jurídica para los ciudadanos.

El problema más grave de esta reforma es, sin duda, la ausencia de una dotación presupuestaria específica, clara y detallada

El concepto de las Oficinas de Justicia en los Municipios también parece acertado en principio. Acercar ciertos trámites judiciales a zonas rurales y evitar desplazamientos innecesarios es una mejora que debe ser bien recibida. Sin embargo, sin personal suficiente ni cualificado y sin un plan presupuestario que detalle cuántas oficinas se crearán y en qué condiciones, este planteamiento corre el riesgo de convertirse en una mera declaración de intenciones.

A nivel europeo, modelos como el de los Amtsgerichte en Alemania o los Kantongerechten en Países Bajos han demostrado que la descentralización solo funciona si se acompaña de una inversión real y sostenida. El modelo alemán, por ejemplo, cuenta con tribunales locales bien dotados de recursos, tanto tecnológicos como humanos. En España, sin embargo, se habla de implementar las oficinas sin especificar los criterios de distribución geográfica ni los recursos asignados; este punto resulta esencial en el caso catalán, considerando que Catalunya tiene transferidas las competencias en materia de justicia y, por tanto, los recursos para su implementación y funcionamiento deben ser asumidos por la Generalitat.

Otro de los aspectos más destacados de la reforma es la digitalización del sistema judicial, que debe referirse a un auténtico proceso de informatización y no a lo que existe en la actualidad. Se pretende fomentar la tramitación telemática de procedimientos, la celebración de juicios virtuales —con el riesgo que ello representa, especialmente en los procesos penales— y la digitalización de los expedientes. Sin embargo, la implementación de tecnología avanzada en un sistema judicial históricamente sobrecargado requiere algo más que voluntad política: necesita inversión en ciberseguridad, plataformas estables y formación para jueces, fiscales, funcionarios y abogados.

Podemos mirar hacia modelos de digitalización como el de Estonia, un referente global cuyo éxito se basa en una inversión constante y una planificación detallada desde hace décadas, no en una improvisación que busca más un titular que un cambio de paradigma. En España, la falta de un presupuesto específicamente definido para esta tarea genera incertidumbre sobre si los recursos tecnológicos estarán a la altura de la magnitud del cambio.

El fomento de la mediación y el arbitraje como mecanismos previos al proceso judicial formal es otro de los pilares de la reforma. Aunque bienintencionado, el riesgo es evidente: sin una regulación clara ni un control de la calidad de estos procedimientos, los MASC pueden convertirse en una herramienta para evitar el acceso a la justicia formal, especialmente cuando una de las partes es más vulnerable. Otro tanto ocurre en el ámbito penal con las llamadas conformidades, utilizadas con frecuencia como meros instrumentos para obtener testimonios interesados a cambio de ventajosos acuerdos con la Fiscalía.

En todo caso, el problema más grave de esta reforma es, sin duda, la ausencia de una dotación presupuestaria específica, clara y detallada. Reformas judiciales de esta magnitud requieren inversiones millonarias. Alemania invierte 131,10 euros por habitante y año en su sistema judicial, mientras que en España es de aproximadamente 87,90 euros por habitante, está aún lejos de garantizar un sistema de calidad equivalente.

La Ley Orgánica 1/2025 parte de principios correctos: mejorar la eficiencia, reducir la litigiosidad y modernizar la administración de justicia. Sin embargo, su eficacia presenta más dudas que certezas. La experiencia internacional demuestra que reformas judiciales profundas requieren planificación meticulosa, financiación adecuada y consenso con los profesionales del sector. España parece, en este caso, haber apostado por una reforma bien intencionada, pero sin los cimientos adecuados. Construir la casa desde el tejado solo llevará al colapso del sistema, y la ciudadanía será, una vez más, la principal perjudicada.