Hacerse mayor debe ser acostumbrarse, resignadamente, a no poder desear "¡feliz Día del Padre!" a tu padre cada 19 de marzo. Ni mucho menos es lo mismo decirlo delante de una lápida con un ramito de crisantemos en las manos, ya que la única respuesta posible es un silencio tan frío como enviar "te echo de menos" al contacto de WhatsApp donde todavía figura el nombre de 'Papa'. Por desgracia, ya hace algunos años que no existe el doble check después de escribir este mensaje cada 19 de marzo, exactamente los mismos años, en mi caso, que ya no hay un mensaje de retorno diciendo: "Feliz día de tu santo, hijo". A veces pienso que quizás no tiene ningún sentido escribir, ni que sea en un chat, sabiendo que no hay ninguna respuesta, pero después recuerdo que la literatura, cuando menos para mí, ha sido siempre precisamente eso: establecer un diálogo imaginario con alguien que ni siquiera conocemos y aceptar que en esta farsa, mitad mágica y mitad trágica, late aquello que hace más vivos a los muertos y menos muertos a los vivos.
Cuando falta un padre, sobre todo si no crees en Dios, sientes de golpe que ya no tienes nadie a quien aferrarte para encontrar un referente, un camino o un guía. En mi caso, este vacío lo han ocupado cuatro escritores que se llamaban Josep, como yo, pero sin esconderse. Mi padre, que no era escritor sino enfermero, murió hace tres años y se llamaba Pere, como su padre, su abuelo y su bisabuelo, pero no consiguió que su hijo se llamara igual. Mis abuelos maternos ganaron la partida de bautizarme Josep Maria, que desde pequeño me ha hecho sentir como si saliera a la calle con frac y unas Martinelli de aquellas que hacen daño los primeros días, a menudo hasta el límite de la herida. Llamarse Josep Maria en Catalunya, hoy, no es fácil. A menudo es sinónimo de ser un burro que va por el carril del medio en la autopista o que se creyó acríticamente la travesía a Ítaca de Artur Mas cuando se quitó la corbata, pero si siempre me he hecho llamar Pep no es por eso. Es, sencillamente, porque el único Josep que molaba en Catalunya cuando yo era pequeño se llamaba Pep Guardiola, pero quién sabe si no es también porque Pep, en realidad, no está tan lejos de Pere. Entre las iniciales P.A. del bolígrafo que mi padre llevaba en el parasol del coche y las P.A. mías, mirándolo bien, no hay ninguna diferencia.
Tardé treinta y tres años de mi vida en sentir algo por un poema de Josep Carner, pero desgraciadamente quizás hace falta haber enterrado a un padre y heredado su coche para afrontar la lectura de "Absència" y entender por primera vez, con profundidad, aquel poema de La paraula en el vent que años atrás, en la universidad, me había dejado indiferente como un gol en un Sevilla-Celta. "He vist, passant, la teva casa morta, morta d’ençà del primer doll d’estiu", recité por dentro de la primera vez que arranqué el Nissan de mi padre con el cual, desde hace tres años, ahora me muevo por el mundo. A veces, en los semáforos y con el motor al ralentí, pienso que “en el meu clos ta recordança viu” y me doy cuenta de que el poema de Carner es de amor, pero si a mí me hace pensar en mi padre es porque el amor es lo único que queda después del juicio de la muerte. Al final, no es hasta que se nos muere el padre que uno se da cuenta, perplejo, de la cantidad de cosas de él que querría mantener con vida, como quien da cuerda a un reloj parado. El Cartier plateado de muñeca, la bata de estar por casa de lord inglés, aquellas gafas de sol RayBan de cuando hizo la mili e, incluso, el parecido fonético de un nombre o unas iniciales serigrafiadas en un bolígrafo.
"Entenderás a Carner cuando te hagas mayor", me dijo cuándo tenía veinte años mi profesor Jaume Aulet. El canalla tenía razón, aunque todavía hoy maldiga el hecho de haber tenido que hacerme mayor antes de tiempo. Entonces, hace quince años, cuando ir a la Autònoma era sinónimo de fumar porros en el bar de Letras y hacerle la puñeta al profe de Medieval diciéndole que Ausiàs March iba caliente, no conectaba con Carner, pero tampoco con Pla, Sagarra o Espinàs. Directamente, no había leído nada con interés de ninguno de los tres. Por suerte, con el paso de los años, al igual que fui cambiando la hierba por el tabaco de liar, también fui descubriendo la obra de Josep Pla con la fascinación de quien va de viaje a una ciudad nueva y queda tan fascinado que querría hacer las maletas para quedarse a vivir. A veces digo que dejé de ser joven el día que tuve el primer contrato laboral con el que cobraba más de 1.000 €, con veintiséis años, pero quizás lo que realmente lo cambió todo fue que aquel trabajo sirviendo helados vino acompañado de la lectura de El pagès i el seu món y de El quadern gris
A Sagarra, que había estudiado a la misma escuela que yo, lo descubrí más adelante, un día haciendo una lectura de El poema de Nadal en el Casal de la Gent Gran de mi pueblo. Aquel día me di cuenta de que el señor que daba nombre a la sala de teatro de los Jesuitas de Casp donde había hecho Els pastorets de pequeño era un genio que hacía deslizar la lengua con la facilidad y la elegancia de la mantequilla encima de un pan tostado. Si las Cartes d’Itàlia de Pla habían multiplicado por diez mi italianismo, el capítulo italiano de las Memòries de Sagarra ya lo elevaron a una categoría tan enfermiza que desde entonces, orgullosamente, cuando voy a Italia digo que me llamo Giuseppe pero que me pueden llamar Jeppino, por eso la última vez que estuve en Roma, en el Vaticano, en la plaza de San Pedro ya no pensé solo en mi padre, sino en Jep Gambardella y sobre todo en el tal don José, el agudo cura vaticanesco que trabajó en la audiencia papal de Josep Maria de Sagarra con Pío X. Este verano pasado, justo allí y en aquella plaza, el libro que llevaba en la mochila era de un tercer Josep: de Josep Maria Espinàs, el último de los cuatro Joseps que he incorporado a mi vida con el fervor de quien lleva una foto de carné de su padre en la cartera.
Yo no creo demasiado en las fotos carné, pero sí que creo en el peso de la identidad y la pervivencia de la memoria, que es para lo que sirven. Los apellidos, en realidad, son un poco lo mismo: nos recuerdan de dónde venimos, pero no necesariamente quiénes somos. Nuestro destino lo escogemos nosotros, al igual que nuestro nombre, que se puede modificar o incluso cambiar con la facilidad de un retoque con Photoshop. En mi caso, curiosamente, alejándome de cualquier relación con el Josep Maria que figura en mi DNI he ido acercándome, progresivamente, a cuatro Joseps que desde hace años me acompañan y me ayudan a comprender qué quiero: la manía de Carner por poetizar cualquier minucia, la pasión de Pla por encontrar el adjetivo preciso, la elevación de la lengua que consigue Sagarra en cada verso, en cada diálogo o en cada párrafo, y la observación singular de las pequeñas cosas que hace Espinàs de todo aquello que nos rodea, sea un camino de cementerio lleno de cipreses o la mesilla de noche de casa. En mi caso, en casa, tengo una foto de mi padre al lado del despertador y un libro de cada uno de los Joseps que hojeo casi cada noche, como si fuera una Biblia, buscando consuelo, o consejos, o sencillamente compañía, que es aquello que hacen los padres incluso cuando ya no están pero te siguen indicando el camino. Como una patria.