La ceremonia de los Goya de este sábado fue un escaparate de lameculos sin precedentes. Bueno, quizás sí había habido, de precedentes, pero la obviedad con la que el mundo del cine está en misa y repicando se manifestó de una manera verdaderamente estremecedora. Con el teatrillo de los Gaudí todavía fresco, con el enésimo ciclo del debate sobre el charneguismo todavía tierno, tuvimos que ver como Eduard Sola proclamaba un discurso blandito de lagrimita y Clara Segura jugaba al vanguardismo sirviéndose de las peores ideas del hippismo tronado. Esta actitud calculadora de connivencia con el poder enmascarada con una pátina de rebeldía ya es, ella sola, bastante desagradable. Es desagradable porque es manifiestamente deshonesta, de hecho. Pero lo de los Goya vino aliñado de otro factor que acabó de hacerlo penoso de mirar: los cómplices del poder no son suficientemente hábiles o ya ni siquiera tienen la deferencia de disimular. La evidencia y la carencia de esfuerzo, la diafanidad de la cosa, fueron la raíz del descrédito.
No hace falta disimular que el charneguismo es un arma contra los catalanes y no una lucha liberadora
El mundo del cine es un mundo que rinde obediencia descarada a quien lo subvenciona: es un mundo que sabe qué tiene que hacer —y lo hace, incluso cuando es amoral— para seguir embolsándose el dinero de todos. Detrás de la carota combativa —pero desnacionalizada— para embaucar a catalanes de izquierdas del 47, está el afán de cincelar el relato de la Transición en Catalunya. Para cualquiera que tenga un poco de ojo crítico y un poco de aliento para no dejarse arrastrar por los marcos españolizados y españolizadores, esto se hace visible. La película de Marcel Barrena es idónea para ejemplificar como rendir obediencia al poder va, sobre todo, de trabajar para que las dinámicas de poder parezcan otras. Y es incluso divertido comprobar como esto, que podría parecer una exageración, se concretó en el discurso infantil de la actriz Clara Segura; un discurso que tras las consignas naífs del mundo de la piruleta escondía la hipocresía de estar profiriéndolo en castellano mientras recogía un premio español. Y el cinismo de pensar que en todo el mundo hay conflictos armados en defensa de fronteras porque son gente mala y cortita que aún no ha entendido que las fronteras no valen nada. Por el mismo precio, que Putin se quede con Ucrania, oiga, que el españolismo cultural ya hará para ir a explicar a los ucranianos que la tierra no les pertenece.
Lo peor de este tipo de discursos es que son flojos, acaban cretinizando su público porque no hay ningún esfuerzo intelectual detrás y no piden —de hecho, no quieren— ninguna capacidad de poner contexto a las ideas para ser interpretados. Ya no hace falta disimular. No hace falta disimular que el charneguismo es un arma contra los catalanes y no una lucha liberadora, por eso el discurso de Sola en los Gaudí y los Goya fue diferente tanto en el tono como en el contenido. No hace falta disimular que en los premios de cine español se premia un filme que distorsiona la política catalana de los años de la Transición y un filme sobre una policía infiltrada en el movimiento armado del independentismo vasco. No hace falta disimular, de hecho, que la obediencia al poder se acaba concretando en la construcción de narrativas que falquen estereotipos y aniquilen a las minorías nacionales del Estado español. No hace falta disimular que el mundo del cine catalán es, en general, un mundo de gente sometida e insensible sin ningún tipo de espíritu rebelde real capaz de enfrentarse a la futilidad y frivolidad de los discursos que, queriendo ir a contracorriente, solo engordan el caudal de la corriente del poder. Yo aún recuerdo la entrevista en Vilaweb en la que Eduard Fernández decía que catalán y castellano nunca habían sido lenguas enfrentadas. Tengo estas cosas, mira.
Estos premios y discursos no son gratuitos, son una herramienta de la que se vale el poder que subvenciona para generar un estado de opinión que le sea afín. Es, en realidad, el afán de neutralizar los discursos y espacios que podrían ser verdaderamente contestatarios con discursos y espacios que son contestatarios interesadamente. Intereses todo el mundo tiene, claro, pero los Premios Goya del pasado sábado sirvieron de altavoz para hacer pasar los intereses del poder, de España, por intereses generales: una maulería que pide atención para ser desmontada. Desde entonces, he leído varias opiniones burlonas equiparando a actores y directores y productores a futbolistas para explicar la idea de que los discursos de toda esta gente no deben ser tenidos en cuenta porque, desengañémonos, son gente que no se gana la vida pensando, que no son las farolas más luminosas de la calle. Soy del parecer que sí hay que tenerlos en cuenta, precisamente porque, al tratarse de ideas que provienen del sector cultural, son ideas que pueden acabar labrando la opinión pública o falcando determinadas corrientes políticas. Por eso son tramposos, por eso es ingenuo o malicioso hacer lecturas de ello despolitizadas o pretendidamente despolitizadas, y por eso hay que escribir sobre ello, hablar de ello y desarticularlos. El marco mental español siempre procura venderse como la lógica neutral, y el mundo del cine no es ninguna excepción.