Muy de vez en cuando, a nuestra tribu le da un ataque de dignidad cultureta y todo el mundo descubre el Mediterráneo para ponerse estupendo. Así ha ocurrido en este inicio de año, en el que, debido a la diáspora de periodistas y a la falta de noticias bélicas, ha trascendido el concierto de Fin de Año de la compañía Hollywood Symphony Orchestra en el Liceu. Gracias a algunos asistentes al acontecimiento, por el que habían pagado entre ochenta y cien pepinos, el común del país ha sabido que la orquesta en cuestión (supuestamente especialista en bandas sonoras) desafinaba con gran entusiasmo, tenía déficits evidentes en la masa instrumental y estaba repleta de dos especies de músicos precarios bastante habituales en este tipo de show; los estudiantes sedientos de un aguinaldo navideño bastante misérrimo y una panda de músicos ucranianos a los que se les regala un bocadillo y se les hace dormir dentro del autobús a la caza del próximo bolo.
Conciertos de este tipo, en Barcelona y en el resto del país, se han hecho durante lustros y, si nada cambia en un futuro inmediato, se seguirán haciendo. La primera causa de todo esto es la falta de una regulación firme de la propia actividad musical. A pesar de estar parcialmente regulada (en el Real decreto 2816/2012, posteriormente modificado en el 5/2022, justamente para establecer garantías mínimas para los trabajadores autónomos), los músicos no cuentan con un convenio colectivo claro —¡y sobre todo vinculante!— que legisle su trabajo. Este aspecto es fundamental, pues la mayoría de los músicos del país no tienen el privilegio de tener nómina fija en orquestas públicas, las únicas con capacidad monetaria suficiente para asumir decenas de sueldos, con lo que se exponen a una vida itinerante donde hay un poco de todo; algunas productoras aprovechan este vacío legal indigno, explotándolos durante muy pocos días en giras frenéticas.
Aquí es donde entra la responsabilidad de los auditorios que programan este tipo de espectáculos, especialmente si son entidades públicas. En una primera reacción desafortunada, los responsables del Gran Teatre del Liceu dijeron que no eran plenamente responsables de los contenidos artísticos que ocurren en su casa. Afortunada y rápidamente, su director Valentí Oviedo enmendó la idea de bombero, afirmando que el prestigio del coliseo barcelonés también tiene que exigirse a los inquilinos de su santa casa. Esto no es solo un asunto de calidad artística, que también y faltaría más; porque un ente público como el Liceu tiene toda la capacidad del mundo para exigir a sus inquilinos esporádicos condiciones como estar al día con Hacienda, mantener un convenio laboral digno con los músicos en cuestión y, a su vez, asegurarse de que los músicos, especialmente los del país, sean tratados con la dignidad que merecen.
Es esencial que equipamientos públicos y concertados tengan un protocolo muy estricto sobre a quién dejan entrar en su hogar
Del mismo modo que yo no debería poder alquilar una sala del Auditori o del Palau con el objetivo de perpetrar una orgía con menores, resulta totalmente esencial que equipamientos públicos y concertados tengan un protocolo muy estricto sobre a quién dejan entrar en su hogar. Entiendo que, faltos de recursos públicos suficientes para emprender las respectivas temporadas, el Liceu y compañía se desvivan por meter espectáculos de cultura más pop entre sus muros. Pero de ahí a aceptar que empresas explotadoras se meen en la dignidad de su platea (y de sus espectadores) hay un océano. Sería muy fácil acusar solo a los directores de nuestros equipamientos de esta desidia cualitativa; pero hay que decir que esta dinámica también es responsabilidad de los melómanos catalanes. Porque ellos también tienen que exigir responsabilidades cuando se les hace tragar un concierto de mierda a precio de bogavante.
A pesar de recientes intentos por incentivar la contratación laboral de los creadores (véase el Real decreto 1/2023) y de que instituciones como el CoNCA lleven años reivindicando la creación de un Estatuto del Artista a la hora de paliar malas prácticas como la de este concierto, servidor es poco optimista. De nuevo, sería muy fácil poner todos los huevos de la responsabilidad en el cesto de los políticos-gestores. Pero diría que el problema es colectivo, pues vivimos en un país que se pone la cultura en la boca continuamente, pero que asiste a los conciertos importándole cuatro pueblos la salud laboral de quien habita en el escenario. Esto del Liceu, por desgracia, será una polémica navideña más, como el aumento del precio del roscón o la falsa piel oscura del rey negro de un pueblecito pirenaico. Somos así y, desdichadamente, no damos para mucho más. Porque hoy mismo, por más que pese, en nuestro país se estará programando un nuevo concierto de mierda.