Uno de los riesgos que corre el independentismo es permitir que su actividad, su pensamiento e, incluso, su existencia sean asociados al "conflicto". Pienso que esta es la guerra cultural más peligrosa que necesita ganar: al otro lado del ring, la "normalidad" y el "orden" impuesto a golpe de mazo judicial (y de porra policial), y encarnados hoy en el mandato "pacificador" de Salvador Illa, pretenden explicar que el 2017 fue la muestra que la independencia solo lleva al conflicto. Que es incompatible con la paz y con los buenos alimentos, que solo trae dolor y división, y que la estabilidad se garantiza con la reverencia a la ley vigente y al rey regente. Todo el resto es desorden, disturbios, violencia atmosférica y degradación de la imagen de Catalunya y de Barcelona, incluido el traslado de las sedes de los bancos y de otras empresas, pasando por las disputas familiares en las comidas de Navidad, la crema de contenedores en caso de protesta y la evidente intromisión de los soldados rusos (secretos o no) en nuestro territorio.

El desastre de Rodalies estas semanas, que no es de ahora sino que es más viejo que el ir a pie por las vías del tren, demuestra gráficamente como es la raquítica autonomía la creadora de conflictos. Es la infrafinanciación, la infrainversión y el infrarreconocimiento, pero también la infrahumanidad con la que se trata la población catalana en términos económicos, sociales, culturales y casi étnicos. Solo hay que mirárselo con unos ojos mínimamente neutrales para comprobar que el 2017 no "es" el conflicto, sino la manera que tiene de estallar un conflicto permanente y no resuelto. La autodeterminación es un camino de paz o como mínimo una propuesta de paz, donde todo el mundo es llamado a votar sí o no o playa, donde se admite que el estatus actual no es capaz de satisfacer las demandas catalanas (que no son caprichos, sino necesidades) y se busca un pacto diferente. Puede incluir, incluso, opciones C y garantías extra, no es este el tema: el tema es que como mínimo es una idea para resolver la anomalía, el persistente desencaje, que ha quedado demostrado que ni siquiera la "transición" de 1978 ha podido resolver. Estamos donde estábamos, en términos de desacuerdo y de incomodidad, y además la incomodidad es mutua: por una parte, está el sentimiento de maltrato, de falta de reconocimiento, de ser víctimas de odio y de trato colonial, y, por la otra, hay acomodación al sistema radial, acusaciones de insolidaridad, desprecio cultural y eternas alegaciones a las supuestas "imitaciones legales" para resolver nada. Proponer un referéndum en estas condiciones no es conflictivizar nada, es precisamente buscar una salida al conflicto. No lleva a ninguna "violencia" excepto a aquellos a quien los "violenta" votar. Se podrá decir que no es la única solución, que hay terceras vías: veámoslo. Mirémoslas. Comprobémoslo. Pero de ninguna manera nos dejemos decir que el conflicto somos nosotros, porque el conflicto, en todo caso, es un "orden" que no acaba de ordenar nada.

Sin discurso reivindicativo la Generalitat ha acabado mostrándose como una especie de gran diputación sin alma

Es fundamental evidenciar que los contrarios al referéndum son más conflicto que el referéndum. Que esto no va ni con ruedas, que sin discurso reivindicativo la Generalitat ha acabado mostrándose como una especie de gran diputación sin alma, que ni siquiera como gestoría funciona ni resuelve gran cosa, que necesita sacar conejos de la chistera como (de nuevo) en los Juegos Olímpicos de Invierno para demostrar que tiene alguna idea, que no puede decidir ni siquiera sobre el nombre del aeropuerto del Prat, que todo traspaso lo necesita pedir a través de geometrías parlamentarias a Madrid y siempre bajo mecanismos de "coordinación" o "supervisión", que ni siquiera puede imponer la su propia política educativa o lingüística, que el reconocimiento nacional es lo que les cuelga de la pernera, que la sangría económica familiar anual en forma de impuestos hacia el Estado es obscena, que los precios suben tres veces más que los sueldos, y, sobre todo, que esta autonomía es tanto de papel de fumar que se nos puede suspender en un abrir y cerrar de ojos a través de un 155 fulminante.

El conflicto, señoras y señores, es esto. Está donde estamos. Es esta dependencia asfixiante, crónica, atávica, centenaria, deliberada, claustrofóbica. El conflicto no es ni ha sido la independencia, ni la propuesta de una solución votada, ni siquiera la DUI. ¿"Qué es el conflicto, pues?", diría Salvador Illa. Y tú me lo preguntas.