Todos los partidos representados en el Parlament que concurren a las elecciones catalanas del domingo han intentado, cuando menos hasta ahora, pasar de puntillas sobre uno de esos asuntos que a la mínima enciende los ánimos y que cada vez deja menos gente indiferente, sobre todo porque se está convirtiendo en un grave problema allí donde se produce, que es el mundo occidental y muy en particular Europa: la inmigración. Y eso que la presencia en la carrera electoral de Aliança Catalana, la formación de Sílvia Orriols, alcaldesa de Ripoll, habría podido dar pie al debate. Pero tanto los representantes del statu quo como los del wokismo —que quiere decir desde JxCat hasta la CUP, pasando por ERC, PSC y los ahora llamados Comuns Sumar— parece que prefieren liquidarlo tachando a la nueva fuerza política de extrema derecha racista y xenófoba y quedándose tan anchos, convencidos de que así la discusión está cerrada y el conflicto resuelto. En lugar de confrontarse con ella, prefieren denigrarla sin derecho a réplica, y al final la habrán encumbrado ellos mismos.

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Cuan equivocados están. Cada vez que llaman fascista a Sílvia Orriols el contador de Aliança Catalana registra un puñado de votos más. Ojo que no acabe siendo la sorpresa del día 12. La pregunta es si los mismos que se niegan a debatir con ella, como ha pasado —que se tenga constancia— en Sabadell y en Lleida, también harán el vacío o el cordón sanitario a los de Vox, que de tan fascistas que son —estos sí— huelen a rancio. El caso es que cuanto más tarden en afrontar el problema de la inmigración, más grande se hará y menos lo podrán controlar, hasta que llegará el momento en que los sobrepasará —que cada vez está más cerca— y los barrerá también a ellos. A pesar de todos los aspavientos que hacen ahora, la inmigración, en realidad, sí que está encima de la mesa, aunque sea de manera latente en tanto que problema sin solución a corto plazo, y porque, además, a principios de año lo puso JxCat a raíz del acuerdo con el PSOE para aprobarle las medidas anticrisis en el Congreso a cambio de delegar las competencias en la materia a la Generalitat. Por entonces todavía no se sabía que las elecciones se adelantarían y todo el mundo daba por descontado que la legislatura se agotaría, pero ya en ese momento el partido de Carles Puigdemont se movió en clave estrictamente electoral y electoralista.

La mal llamada izquierda ha dimitido de sus funciones al negarse a tratar el fenómeno migratorio que recorre Europa y ha dejado el camino expedito para que la ultraderecha se apropie de él sin ningún tipo de competencia

Más allá de que el pacto con el PSOE fuera una enredada más, porque lo que se vendió como un traspaso integral en seguida se vio que iría camino de limitarse a lo que dice el Estatut del 2006, que es muy poca cosa y se circunscribe a medidas relacionadas con la acogida y la integración y los permisos de trabajo —nada de control de fronteras ni de expulsiones—, y porque por ahora del acuerdo no se ha sabido nada más, es obvio que JxCat enarboló el tema pensando en los próximos comicios al Parlament. ¿Pero por qué lo hizo cuando antes no lo habían hecho ni CiU ni el PDeCAT a pesar de haber sido precisamente uno de los caballos de batalla de la redacción del nuevo Estatut que no salió adelante como la parte catalana esperaba? Pues porque descubrió que justamente Aliança Catalana se le comía parte del terreno y provocaba que se tambaleara la estabilidad mínima que necesitaba para rehacer su rumbo una vez superadas definitivamente las etapas de CiU y el PDeCAT. Y lo hizo apelando al control de la inmigración y haciendo suyo el discurso según el cual se debería poder expulsar a los inmigrantes delincuentes multirreincidentes, que hasta entonces sólo utilizaba Aliança Catalana y por el que JxCat la había vituperado sin piedad.

Pero decidió cambiar de estrategia y pasar a la ofensiva para, el día que fueran las elecciones catalanas, poderle disputar los votos directamente a Sílvia Orriols. De momento, no parece que detrás del movimiento del partido de Carles Puigdemont haya habido más motivación, lo que significa que hace de la inmigración un uso exclusivamente instrumental en busca de un resultado determinado, que no es otro que conseguir más votos que sus competidores, entre los que se encuentra justamente Aliança Catalana. Para hacer todo esto, JxCat, en todo caso, ha asumido el riesgo de ser tachado de racista, xenófobo y cómplice de la extrema derecha por arrogarse su mensaje, que de hecho es lo que ya sucedió inmediatamente con las críticas que le llovieron de todas las formaciones llamadas de izquierdas. Desde ERC hasta la CUP, pasando por En Comú Podem y el PSC, todas sin excepción censuraron que mezclara inmigración y delincuencia, y lo hicieron con el discurso buenista habitual que lo único que hace es esconder un problema que no por ello deja de existir.

Fue la reacción de manual de criminalizar a todo el que quiere hablar de inmigración y afrontar un debate que no puede esperar más a la vista de las consecuencias, en todos los ámbitos que se derivan y que amenazan la paz social y la convivencia de Occidente entero —del que Catalunya es una pequeña parte—, porque lo que en realidad se esconde detrás es un choque de civilizaciones. Hasta ahora, esta mal llamada izquierda ha dimitido de sus funciones al negarse a tratar el fenómeno migratorio que recorre Europa de una punta a otra y ha dejado el camino expedito para que la ultraderecha se apropie de él sin ningún tipo de competencia. En otros países algunos dirigentes políticos da la impresión de que empiezan a reaccionar, pero en Catalunya todavía se mantiene el cliché de señalar con el dedo acusador a quien pretende iniciar una discusión para tratar de encontrar solución a situaciones como la falta de control efectivo en las fronteras de los recién llegados, la nula voluntad de integración de ciertos colectivos de migrantes árabes —muy especialmente los islamistas radicalizados— y sudamericanos, o el incremento exponencial de conductas delictivas por parte de algunos de estos inmigrantes.

De esto y de muchas otras cosas se tiene que poder hablar abiertamente y sin que quien lo haga sea tachado de supremacista por el simple hecho de hacerlo. Es curioso ver, en este escenario, cómo, a pesar de sus críticas a JxCat, el propio PSC también ha acabado sumándose al discurso del control de la inmigración. No es estrictamente nuevo, porque Pasqual Maragall, en su época de presidente de la Generalitat, ya lo defendía. Lo hizo Salvador Illa en una entrevista en ElNacional.cat, en la que declaraba que "aquí, en Europa, no puede venir todo el mundo" y que "tenemos que regular la inmigración, acoger e integrar". El primer secretario del PSC midió muy bien la expresión, pero en el fondo no dejaba de abrazar el mensaje de que hay que restringir los flujos migratorios, que con palabras parecidas o con otras es lo mismo que han articulado JxCat y Aliança Catalana, y en cambio a él nadie se le ha echado encima. ¿Por qué, pues, si en realidad todos quieren poner freno a la inmigración, a unos se les dice de todo y a otros no? ¿Por qué nadie le ha acusado de xenófobo, racista, supremacista, fascista y otros calificativos similares? No debe ser sólo cuestión de formas.

El hecho es que, mientras el asunto no se aborda de manera directa y sin prejuicios, se convierte en un nido de conflictos: uno de los últimos, el reparto de menores no acompañados que llegan a España entre todas las autonomías y al que la Generalitat se ha opuesto frontalmente. En este contexto, la nueva posición de JxCat con relación al hecho migratorio no deja de ser una maniobra puramente táctica —habrá que esperar a ver si la del PSC es lo mismo—, pensada para que le reporte réditos inmediatos en las urnas, no un giro con voluntad de resolver un asunto delicado y complejo que requiere valentía para afrontarlo. Es una forma de utilizar la política migratoria como excusa para competir con un rival inesperado, Aliança Catalana, que tiene el control de la inmigración entre sus máximas prioridades, si no la máxima.

La pregunta es por qué nadie quiere afrontar el debate y por qué todos esquivan la confrontación directa con quien sí lo hace. ¿Tanto miedo le tienen? Por según qué reacciones vistas durante la campaña, la respuesta debería ser afirmativa. Claro, sin embargo, que ahora la única preocupación es ver, después del domingo, quién pactará con quién. Y de momento todas las posibilidades están abiertas, aunque algunos aseguren que no pactarán nunca con los demás y viceversa.