“No han avanzado y ahora están más lejos de la independencia”. Así es como Pedro Sánchez replicó a la portavoz de Junts, Míriam Nogueras, en el debate en el que el líder socialista había hecho ofertas de “todo a cien”. Tiró la casa por la ventana: una lluvia de millones para subvencionar a jóvenes que ya están becados (los otros, los pobres de verdad, no cuentan); billetes de cercanías gratis para todo el mundo, tenga la renta que tenga, para que se olvide el mal servicio; además de anunciar una subida de impuestos a las empresas eléctricas y a los bancos que, si sigue el patrón de los 0,20 céntimos de subvención por litro de gasolina, está claro que los acabaremos pagando nosotros, los ciudadanos. Aun así, bienvenidas sean las medidas para paliar una crisis de proporciones inmensas. La lástima es que la UE lo dejará todo en nada, porque ya ha advertido que el gobierno español tiene que recortar el déficit público y, como es obvio, la mayoría de las medidas anunciadas por Sánchez lo incrementan. Según indican los expertos, repartir desenfrenadamente dinero tiene como consecuencia que aumente la inflación. Así pues, quizás el supuesto “giro a la izquierda” de Sánchez, muy celebrado por Unidas Podemos, solo sea un lavado de cara de un PSOE que vive horas bajas, como toda la socialdemocracia europea, y necesita remontar en las encuestas.
Los dirigentes políticos lo son cuanto más saben abordar los problemas que tienen delante. O por lo menos que demuestren tener la habilidad de aparentar que intentan dar soluciones a las dificultades reales de la gente. Y tan real es la condena a vivir precariamente, que es como vive la mayoría de eso que ahora denominan “clase mediana trabajadora”, aunque que en realidad sea una parte de las clases populares de toda la vida, como las inquietudes, digamos emocionales, que también les afectan como ciudadanos. En Catalunya, por ejemplo, la revuelta de 2017 combinó dos protestas a la vez, aunque ahora no lo quieran reconocer los que retrataron aquel “catalán enfurecido” que se manifestaba para reclamar más y mejores infraestructuras, a la vez que desfilaba profiriendo gritos a favor de la independencia. ¿Es que alguien piensa de verdad que ha desaparecido como por arte de magia este estereotipo de catalán, que está hasta el gorro de los retrasos en los trenes de cercanías, que ha visto menguar su poder adquisitivo en los últimos diez años y que siente como el Estado destruye la identidad catalana poniéndose siempre al lado del españolismo más ardiente? No, este tipo de gente está tanto o más enfadada que antes. Lo que ha cambiado es que, por desgracia, los partidos independentistas, acorralados por la represión y la falta de unidad y pericia, han dilapidado el sueño de que una Catalunya independiente podía ser la vía para resolver estos problemas.
Pedro Sánchez ningunea el conflicto que tiene planteado en Catalunya porque está convencido de que el Estado ha conseguido desarticular el independentismo
Sánchez acusó a Nogueras, y por extensión al partido de Laura Borràs y Jordi Turull, de haber quedado congelados en 2017. Que él afirme esto es normal. Lo que ya no lo sería es que los independentistas también renegaran de la movilización popular más multitudinaria que se ha dado en España para acabar con el régimen del 78 en Catalunya. No se equivoca Nogueras al recordarlo de vez en cuando. Esta movilización no la consiguió ningún otro movimiento, ni el del 15-M, del que no se sabe nada precisamente porque el partido resultante, Unidas Podemos, ha olvidado los orígenes y, como cantaba Raimon, ha perdido su identidad. Ahora es un partido gubernamental, muleta de la descafeinada socialdemocracia, que también atraviesa una crisis interna de grandes magnitudes, hasta el punto de necesitar un cambio de piel estético. Junts per Catalunya no puede seguir este ejemplo. El partido de Carles Puigdemont ganó las elecciones —en términos relativos, porque la primera posición fue para Ciudadanos—, el 21-D de 2017, justamente después de la gran represión españolista. Es la única ocasión que lo ha logrado. Ojalá Junts se hubiera quedado congelado entonces, con ese perfil de candidatura unitaria y fresca, para nada recocida. Ahora sería el partido hegemónico del independentismo y no este artefacto a medio cocer, una parte del cual, la de los partidarios de la retracción convergente, cada día recibe más elogios, tan interesados como perjudiciales, de los que cambian de camisa como quien se cambia los calzoncillos. Aun así, Nogueras, a quien se identifica con el sector Turull, supo estar a la altura y no dio tregua a Sánchez. No necesitó exhibir las balas de la policía española contra los votantes del 1-O para aparentar radicalidad. Le bastó con negarse a participar en la negociación fake acordada entre ERC y PSOE.
Cada día está más claro que Pedro Sánchez ha optado por seguir la actitud que tuvo Mariano Rajoy durante los primeros años de la década soberanista. Del mismo modo que el dirigente popular no reaccionó a la movilización independentista hasta última hora porque estaba convencido de que, al fin, Artur Mas se echaría atrás, el dirigente socialista ningunea el conflicto que tiene planteado en Catalunya porque está convencido de que el Estado ha conseguido desarticular el independentismo. O cuando menos una parte de los partidos promotores del referéndum de 2017. La actitud entregada de Esquerra a la izquierda española, sumada a los signos de recuperación del PSC, que, aun así, no es proporcional a la bajada impresionante de Ciudadanos, puede provocar que Sánchez, en cuanto que representante del unionismo españolista, se equivoque. El independentismo está vivo, aunque no lo parezca. Los lamentos de la prole independentista que escribe en prensa propician la equivocación, porque la crítica siempre apunta hacia la misma dirección. La falta de alternativa no debería nublar nuestra visión. El deterioro constante del nivel de vida en Catalunya y la falta de inversiones que, se mire como se mire, es una forma de discriminación, pasarán factura al unionismo. Empobrecer Catalunya, acorralar el catalán, seguir con la represión y mantener en el exilio al president Puigdemont son los ingredientes perfectos que, bien mezclados, se convertirán en una bomba incendiaria con unos efectos que ahora son difíciles de predecir. Recogerán sus frutos quienes sepan descongelar el 1-O.