En la controvertida nueva película Cónclave, a Carles Porta le resultaría difícil arrojar luz sobre la oscuridad. Trepidante, imprevisible y verosímil en su estética, pero discutible en su trasfondo y síntesis, la cinta es una invitación a la duda constante y una feroz crítica al dogmatismo, venga de donde venga. Todo es oscuro (un cónclave ocurre precisamente en un espacio cerrado, la Capilla Sixtina dentro del Vaticano) y la claridad escasea.
Una reunión secreta, a puerta cerrada, para elegir a un nuevo Papa es un pretexto fantástico para dejar volar la imaginación. Por ello, hay novelas y películas que recrean este escenario y se esfuerzan por dibujarlo cada vez mejor.
La película es un ejercicio estimulante. Aunque en este caso es fácil reconocer tics, conversaciones, actitudes, no resulta un calvario doloroso como en otras producciones donde el sufrimiento de las situaciones retratadas golpea el estómago. Hace reflexionar, y el cine tiene esa virtud.
Las críticas a la película se centran en su final (un “disparate”, según algunos expertos; un “giro dramático fabuloso”, según otros críticos). Más allá del desenlace, que evitaremos revelar, lo interesante de la obra de Edward Berger es el proceso, los rituales y las confabulaciones. Cómo funciona un cónclave, qué papel tiene el encargado (así llaman al Decano del Colegio Cardenalicio), cómo se gestiona este Colegio (que en la película erróneamente llaman “orden”), cómo funcionan las votaciones (los escrutinios donde cada cardenal escribe a mano un nombre, lo deposita en una mesa y se realiza el recuento). En la realidad, durante el recuento, en cada escrutinio hay diferentes cardenales para garantizar la rotación y la imparcialidad.
En dos horas, Cónclave transporta al espectador, que puede no tener ningún conocimiento del Vaticano, a un juego de poder donde se pierden batallas y se gana en la derrota
Cuando muere un Papa y Roma entra en lo que técnicamente se denomina “Sede Vacante”, el mecanismo que se pone en marcha es ancestral y milimétrico. El Papa actual ha intentado simplificarlo, pero 2.000 años de historia pesan. Los prejuicios que las películas proyectan sobre la Iglesia Católica son fácilmente identificables y en Cónclave no falta ninguno: corrupción, ambición por el poder, abusos de diferentes tipos, desprecio hacia la mujer, homofobia, racismo, tradicionalismo, doble moral. Jesucristo aparece poco, aunque se presupone que alguien todavía cree en él. También se detecta admiración por la parafernalia, el arte, la coherencia entre lo que se cree y lo que se predica, la oscuridad, el orden y la austeridad. Los actores ejecutan su papel brillantemente. La primera escena, situada en un famoso túnel que desemboca en el Vaticano por detrás, y la última, que no describiremos para no desvelar secretos, son claves para reflexionar sobre hacia dónde se dirige la Iglesia Católica, que, al parecer, sigue interesando a productores, guionistas y directores, lo cual ya es una buena noticia. Lo peor que le podría pasar a una institución que habla de la eternidad sería la irrelevancia.
Hierve el caldero de la geopolítica, las alianzas cardenalicias más por idioma que por ideología, la nostalgia de los italianos por volver a tener un Papa, la impunidad de los norteamericanos, las aspiraciones africanas, el tradicionalismo ordenado y restaurador, la teología de la liberación, las periferias existenciales, la crisis de fe, el sentido del humor, los equilibrios de poder. Como en el deporte, la importancia de ganar y la habilidad para saber perder. En dos horas, Cónclave transporta al espectador, que puede no tener ningún conocimiento del Vaticano, a un juego de poder donde se pierden batallas y se gana en la derrota. Es una lástima que muchos no la verán, porque rápidamente la película será considerada una irreverencia absurda. En un Cónclave, como en una guerra, un grupo de hombres está siempre muy cerca de perderse. Esta visión del director austríaco Berger, quien también dirigió Sin novedad en el frente, es una pertinente reflexión política, no solo cinematográfica.