Unas ochenta organizaciones de convecinos han convocado una manifestación para limitar el turismo en Barcelona y denunciar los estragos sociales, medioambientales —y yo añadiría mentales— que la visitación desbocada está provocando en nuestra (al menos, en teoría) capital. Será el sábado 6 de julio en la Rambla y animo a los lectores a asistir, pues los motivos son más justos y necesarios que el primer cigarrillo del día. Yo no creo que vaya, porque las aglomeraciones de más de tres personas me provocan mucha angustia y opino que la protesta en la calle, ya sea por la nación o el barrio, siempre acostumbra a supurar impotencia (el motivo real, en definitiva, es que me estoy volviendo a una persona francamente desagradable). Pero mi espíritu acompañará a los convocantes y a una ciudad que conozco, que me he pateado y he estudiado, y a la que venero demasiado como para verla convertida en un fondo de pantalla más de Insta.

Al fin y al cabo, a mí no me ha complacido nunca esta polla en vinagre del turismo. El único sitio que he tenido inquietud por visitar fue la isla de Manhattan, y siempre tuve claro que solo pondría los pies en ella a condición de vivir allí (me gustaría hacerlo de nuevo: ¡si alguien sabe de un curro por allí mínimamente sufragado, aunque sea lavando los anos de un grupo de israelitas chochos, que avise!). Por el resto, solo echo de menos la ópera del Covent Garden y las coctelerías londinenses, que mi psiquiatra me tiene prohibidas, porque allí solo se puede ir a mamar como dios querría y no me es permitido. Nunca he encontrado ningún tipo de placer en hacer excursionismo por el mundo, sobre todo porque considero una falta de educación terrible esto de tocar los cojones a los autóctonos, sobre todo si uno se viste con esa pinta tan vomitiva que hacemos todos cuando salimos de casa para hacer maratones y repartir camacos de forma compulsiva.

Hay que ir contra el turismo porque esto de viajar resulta de un profundísimo mal gusto. Los barceloneses protestamos mucho, y bien hecho que hacemos, pero también tendríamos que callar, ya que somos los primeros en exportar nuestra horripilante cutrez a todos los rincones del planeta y también a los paraísos de nuestro propio territorio; es así cómo, verano tras verano, invadimos lugares maravillosos como el Empordà con nuestros espantosos pantaloncitos blancos de lino y colaboramos en la existencia de los festivales de música galante y moderna más inframentales de Europa. Yo también hace cuarenta y cinco años que piso esta queridísima tierra, pero tengo el salvoconducto de haber medio nacido allí, la delicadeza de pronunciar la jota ligeramente fricativa, y de refugiarme casi todo el día en la montaña del pueblo y salir solo para gastar pasta, pagar la gamba tan cara como proceda, y no turbar mucho a mis queridos vecinos de Pàlamos.

Barcelona solo la podremos recuperar sus indígenas y a fuerza de violencia

Yo me manifiesto contra el turismo todos los días y solo he cedido a la tentación de ir por el mundo cuando mis queridas mujeres, infectadas de esa carencia típica de la feminidad que es el sentir curiosidad, han logrado meterme en un avión para ir a hacer el burro a alguna capital de Europa. Solo la angustia de invadir Berlín o Copenhague me ha provocado arcadas de asco y he procurado deslizarme por esas capitales pidiendo perdón a sus habitantes a base de bajar modestamente la mirada, avergonzado de mí mismo. Al fin y al cabo, la única ventaja de la muerte de lo que denominamos la clase media (que a nosotros, los freelance writers, nos afecta con gran entusiasmo) es la obligación de permanecer en casa todo el año y así evitar cualquier posibilidad de viajar a Formentera, como hacen la mayoría de presentadores de TV3, o de acabar fotografiándose dando un saltito en una playa absurda de Vietnam.

Dicho esto, Barcelona solo la podremos recuperar sus indígenas y a fuerza de violencia. Como habéis visto, la nueva versión del socialismo BlackBerry se basa en el ánimo en convertir nuestra ciudad en una especie de burdel para motoristas y amantes de la bicicleta, una visión de la capital que —por desgracia, digan lo que digan— comparten la mayoría de nuestros mandatarios, absolutamente indocumentados sobre la historia y el espíritu de la Rosa de Foc. Más allá de manifestaciones, los barceloneses deberíamos imitar la cosa illenca y empezar a recuperar el territorio a cop de falç, poniendo muros humanos en la calle de Montcada (para que solo los vecinos puedan visitar el Picasso y trincarse unas anchoas en el Xampanyet) y prendiendo fuego sistemáticamente a todos los espantosos locales de brunch que ensucian el Poblenou. Manifestaos, convecinos, pero eso —como todo— solo lo arreglaremos a hostias.

Empezaremos por el Ateneu, donde alguien decidió que sería buena idea poner una maquinilla para poder comprar un ticket de entrada y pasar la mañana. Habrá que proceder a modo de guerrilla y sigilosamente, recordando a nuestros conciudadanos de Europa (y quién sabe si a un americano desvelado de la Costa Este) que nuestro Jardín Romántico is just for locals. Diría que lo entenderán perfectamente, porque son naciones como Dios manda, donde el racismo hacia la alteridad funciona como un reloj y la exclusividad de la admisión es algo que regala prestigio a las entidades culturales. Primero utilizaremos la razón; después, cuando proceda, repartiremos estopa. Recordad: 6 de julio en la Rambla, cerca de Drassanes. No nos vemos.