Basta con echar un rápido vistazo a las listas de JxCat para la cita con las urnas del 12 de mayo para darse cuenta de que quien realmente se presenta a las elecciones es Convergència i Unió. Como no había hecho desde la última vez que su sigla —CiU— concurrió en solitario a unos comicios catalanes —los de 2012—, ahora, doce años más tarde, durante los cuales Convergència Democràtica de Catalunya i Unió Democràtica de Catalunya las han visto de todos colores, hasta el extremo de desaparecer y todo, lo hace reencarnada en JxCat casi como si nada hubiera pasado. Pero, además de los años, ha pasado que hoy la centralidad del soberanismo, antes dicho nacionalismo, se ha desplazado del autonomismo al independentismo, aunque los partidos —no sólo JxCat, también ERC y la CUP— hagan ver que no se han dado cuenta, no fuera caso de que les peligrase la silla y el comedero.
Con el pacto con el PSOE para investir a Pedro Sánchez a fin de que continuara cuatro años más en la Moncloa tras las elecciones españolas del 23 de julio de 2023, JxCat, en la medida en que volvía a la senda del colaboracionismo con el Estado español, se encontró heredando el legado no del PDeCAT, sino directamente de la propia CDC —de la que tanto había abjurado—, que desde la refundación del 2016 había quedado huérfano. Y ahora, encima, una vez muerto y enterrado además el PDeCAT, que en seguida se vio que no era el heredero que esperaba, los nuevos comicios catalanes certifican que la herencia que en realidad ha recibido JxCat es la de CiU toda entera. Traducido, quiere decir el retorno al pragmatismo, a la política práctica que toda la vida había abrazado Jordi Pujol y que, vista en perspectiva, se puede considerar que no le dio malos resultados teniendo en cuenta las circunstancias del momento en que se llevó a cabo.
Ahora, sin embargo, las circunstancias han cambiado, y no poco, de manera que pretender hacer lo que hace cuarenta años funcionó está absolutamente fuera lugar. Políticamente, sin embargo, recuperar la vía del autonomismo es una opción legítima. El problema no es este. El problema es disfrazar las cosas, hacer ver que son diferentes de lo que en realidad son. Y en esto JxCat empieza a demostrar que se da buena mano tanto como Convergència i Unió. Buena mano en hacer creer lo que no es, buena mano en marear la perdiz, buena mano en hacer pasar gato por liebre, buena mano, en definitiva, en dar vueltas y vueltas sobre lo mismo sin moverse de lugar para tener entretenida a la parroquia y por aquello de que después de un año viene otro. Pero es que la vuelta a la política autonomista significa, también, que, una vez que los acuerdos con el PSOE lo han normalizado en la escena política española, JxCat pasa a ser la fuerza que, del mismo modo que ahora habla y se pone de acuerdo con el partido de Pedro Sánchez, en adelante puede hacerlo con el PP, exactamente igual que lo había hecho Convergència i Unió con ambos en su día.
Que Convergència i Unió resucite reconvertida en JxCat es, en todo caso, un elemento clarificador del panorama político en Catalunya
El propio Alberto Núñez Feijóo, después de los aspavientos porque España se rompía por culpa de los acuerdos del PSOE con JxCat, ha abierto la puerta a un entendimiento de este tipo en el futuro. Y que nadie dude de que, cuando se den las circunstancias, se producirá. Al igual que el candidato de CiU en las elecciones españolas del 1996, Joaquim Molins, se pasó la campaña jurando y perjurando que bajo ningún concepto pactaría con el PP y del resultado de aquellas urnas salió el pacto del Majestic, sellado a bombo y platillo entre Jordi Pujol y José María Aznar. Que Convergència i Unió resucite reconvertida en JxCat es, en todo caso, un elemento clarificador del panorama político en Catalunya, sobre todo porque permite que el votante tenga claro que la de Carles Puigdemont no es, como tampoco lo había sido nunca CiU, una fuerza independentista. Y es con este bagaje, y no con ningún otro, por mucho que intente hacer ver lo contrario —y que cargue las culpas del despilfarro de la mayoría independentista desde el 2017 hasta ahora a los demás, especialmente a Pere Aragonès y ERC, sin asumir la parte de responsabilidad que le corresponde—, que el 130º president de la Generalitat se presenta a las elecciones catalanas del 12 de mayo.
Los nombres que integran las candidaturas de JxCat no engañan. Las caras de las imágenes de la plana mayor del partido arropando a su candidato en Elna, en la comarca del Rosselló, en la Catalunya Nord, tampoco. Los rostros que hacen de comparsa en un acto de propaganda electoral del secretario general de la formación, Jordi Turull, en Barcelona, aún menos. Y las fisonomías de supuestos intelectuales que se hacen pasar por independientes después de haber estado toda la vida cobijados a la sombra de CDC, mucho menos. Es Convergència i Unió en estado puro. ¿Una nueva Convergència i Unió? La de siempre, un poco puesta al día y para de contar. Ni siquiera el mensaje de Carles Puigdemont puede conducir al engaño, porque, más allá de la retórica, de la charlatanería, de la vehemencia o de la gesticulación, no deja de ser el mismo discurso de plantar cara a Madrid y de alertar del sucursalismo de los partidos que no son de estricta obediencia catalana que tantas veces había salido de las bocas de Jordi Pujol, de Miquel Roca, de Josep Antoni Duran Lleida, de Artur Mas y de tantos otros convergentes de pro y que se sabe sobradamente qué resultado ha tenido. Y esto no es ninguna crítica, es una mera constatación.
La ventaja de todo ello es que CiU fue durante muchos años una marca de éxito, capaz de imponerse a todos los adversarios sin excepción, y que ahora, por tanto, al 130º president de la Generalitat también le puede ir bien para, aprovechando el efecto de la enésima promesa de volver a Catalunya si le votan y tiene la mayoría para ser reelegido y aunque lo detengan, cambiar el sentido de las encuestas y arrebatarle el triunfo a un Salvador Illa al que hasta hoy todos los sondeos sitúan como ganador. Lo que está claro es que, tratándose de Convergència i Unió, no hay mejor rival para sus aspiraciones que los socialistas catalanes sucursalistas de los españoles —a ERC la CiU de las mejores épocas siempre la había despreciado—, encabezados por un exministro de Sanidad gris que, salvando las distancias, recuerda a la tristeza de Raimon Obiols.
Y es que da cada vez más la impresión que el 12 de mayo será cosa de dos, de Convergència i Unió y del PSC. Y cuidado que al final no acabe todo en una sociovergencia. ¿Nadie se acuerda de que en el 2010 Artur Mas fue investido 129º president de la Generalitat, en segunda votación, fruto de un acuerdo de última hora con el PSC, que se abstuvo para facilitar su elección? Pues fue así y quién dice que no puede volver a serlo con un intercambio de cromos en función del cual el PSC sostendría a Carles Puigdemont en Catalunya y JxCat a Pedro Sánchez en Madrid. Más vale irse preparando.