El caso Palau prácticamente ya ha concluido. El jueves entraron a la prisión de Brians 2 los dos condenados que todavía se encontraban en libertad, Millet y Osàcar, después de haber agotado infructuosamente los últimos cartuchos para evitar el ingreso carcelario. Montull, padre, ya lo había hecho el lunes anterior.
De esta forma, once años después de que se empezara la instrucción, ha acabado un asunto nutrido en las entrañas de la burguesía catalana, echando a perder uno de sus símbolos más genuinos, el Palau de la Música, como coliseo musical, y sede de un símbolo de la catalanidad y del catalanismo como es el Orfeón Catalán. Encima, el edificio es Patrimonio de la Humanidad. Pocos símbolos han sido tan ensuciados. Y lo han sido por los que hacían de las esencias más tradicionales, como la familia, la patria, la austeridad o el compromiso su guía de vida. Una vez más los valores más identitarios han sido el refugio de los canallas.
Recordemos los hechos declarados probados: los jerarcas del Palau, Millet, Montull y su hija —todavía pendiente de ingreso en la prisión— en connivencia con el tesorero de Convergència, Osàcar, el partido fundamental de la Catalunya más catalana, de la auténtica Catalunya, estaban compinchados para transferir dinero de empresas adjudicatarias de la Generalitat a la caja de Convergència.
Parece que todo el dinero no, que los del Palau no lo hacían, como correspondería, por amor al arte. Dejando de lado a una serie de personajes menores —algunos pasaban por señores de Barcelona—, hay dos aspectos que no cuadran.
El primero, como suele ser habitual en los procesos por corrupción, el número de condenados corruptores es mínimo o casi inexistente. Cuando se sientan en el banquillo de los acusados, los corruptores o se libran de las penas, como en el caso Palau, por prescripción —fueron llamados a la causa demasiado tarde—, o con penas escasas, previamente pactadas con las acusaciones a cambio de facilitar información y/o reparaciones en el erario público. En conclusión, tenemos una especie de corrupción en la cual una de las partes de la relación, la parte corruptora, la que acosa a los agentes públicos, sale impune gratis o casi gratis.
Queda la otra parte, la pública. Normalmente los cargos públicos son quienes pagan los platos rotos. Matas, el expresidente balear, sería el epítome de este fenómeno. A parte de las cuatro causas ya juzgadas y prácticamente condenado en todas, aunque generosamente tratado por el Tribunal Supremo, tiene todavía una docena larga de procesos penales pendientes. Llama la atención esa desigualdad.
En todas las variantes del hoy por hoy inacabada judicialmente trama Gürtel, en Madrid y en Valencia, quienes han pactado o confesado o reparado los daños han salido adelante bastante bien; o mucho mejor de lo esperado vistas las peticiones de las acusaciones. En líneas generales, los empresarios implicados no dejan de ser unos tahúres, más o menos bronceados, con la mina de nuevos ricos que hiede como una pocilga. Lisa y llanamente: a los corruptores la corrupción, más allá de pasar la vergüenza —si la tienen— del proceso, les sale bien barata. Hay que reflexionar sobre los métodos de investigación y de incentivos procesales —o su ausencia— en relación con estos sujetos.
El otro aspecto que llama poderosamente la atención es que, cuando la corrupción es triangular (corruptor/cargo público/partido político), los vértices de cada una de las tres organizaciones no salen igual de mal paradas. En efecto, si repasamos la corrupción del PP, ya desde el caso Naseiro hasta los Gürtel (dejamos de lado Granados con su Púnica y otras malas hierbas todavía pendientes), ha tenido imputados cuatro de sus cinco tesoreros. Sólo uno hoy por hoy condenado, Bárcenas; las anulaciones procesales, incapacidades y otros elementos han impedido los castigos. Pero dirigentes del PP, dirigentes nacionales, como lo era el tesorero ahora encarcelado, no han sido condenados.
Como pasó con Filesa. Sólo Galeote, su segunda y algunos otros, como Sala, les tocó pringar. Lo mismo acaba de pasar con Convergència, con Osàcar. En virtud del principio acusatorio, los jueces sólo pueden juzgar y, si toca, condenar a quien sea acusado. Sólo han sido acusados, como miembros de nivel de los partidos, los tesoreros. Hasta aquí llegan las aguas.
Como la lucha contra la corrupción es una lucha contra el poder —no hay que olvidarlo— tiene pocas ayudas, cuando no claros entorpecimientos: todo son trabas
Resulta simplemente increíble que los máximos ideadores de las tramas corruptas sean los tesoreros de los partidos, con algún cargo menor o periférico, y que el resto de los miembros de sus órganos de gobierno tan sólo comparezcan, si comparecen, en condición de testigos. Llegado este momento, dan unas estrafalarias demostraciones de ignorancia supina, sólo superada por la cara que ponen por delante su credibilidad. Y a seguir recibiendo homenajes como padres de la patria que se consideran.
¿Alguien puede creer, incluso en agudo estado catatónico y tóxicamente inducido, que los tesoreros de los partidos políticos son así? ¿Son de una raza especial? ¿Que les dan las llaves de la caja y que los otros dirigentes se dedican a hacer el bien sin descanso y a predicar los valores de la honradez como su único patrimonio? ¿Alguien se lo cree?
Como la lucha contra la corrupción es una lucha contra el poder —no hay que olvidarlo— tiene pocas ayudas, cuando no claros entorpecimiento: todo son trabas. A modo de ejemplo sólo recordamos la cantidad de requerimientos a los bancos emisores o negociadores de activos o depositarios de dinero. O los cambios de funcionarios. O el intento de traslado de jueces y fiscales. A modo de ejemplo.
En este contexto parece que en materia de corrupción sólo palman los más pringados, es decir, los que estaban, al fin y al cabo, más lejos del poder. Los otros, como las ratas, ya hace tiempo que, cuando llega la justicia, habían abandonado el barco.
Al acabar, la realidad manifiesta que los corruptos son los prescindibles.